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La nueva resistencia

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HUGO BUREL
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El diccionario de la Real Academia Española define “resistencia” como “el conjunto de las personas que, generalmente de forma clandestina, se oponen con distintos métodos a los invasores de un territorio o a una dictadura”.

Una definición tan clara y precisa no necesita mayor comentario pero, a la luz de cómo se ha manejado últimamente el concepto de resistencia por algunos actores políticos del partido de gobierno y sus organizaciones, vale la pena reflexionar sobre el significado de “resistir” o de “resistencia” en un contexto actual y democrático.

El concepto de resistir en política ha ido evolucionando y el clásico ejemplo de la resistencia francesa a la invasión y dominación nazi de la II Guerra Mundial, que reúne los dos requisitos de la definición de la RAE, ofrece hoy otras lecturas.

Michel Foucault, filósofo y cientista social francés, analizó los nuevos movimientos sociales surgidos a partir de 1968 y se interesó por las estrategias de oposición a una realidad asumida como inmodificable. Dichos movimientos tenían en común plantear su lucha fuera de los criterios tradicionales de reivindicación que se referían, hasta ese momento, al esquema identidad-opresión-liberación.

Es a través de esas nuevas reivindicaciones que sobrepasan los límites de lo establecido como política y se asume que todo es político. La teoría foucaultiana, propone una resistencia activa y creativa y asume la posibilidad de acción de todos los individuos para modificar el statu quo.

Para teóricos de las prácticas de resistencia como Touraine, Giroux o Bourdieu los desafíos de la nueva sociedad deben responder a tres ejes básicos en los cuales se arma la teoría de las prácticas de resistencia, especialmente en latinoamérica: diversidad e identidades en los procesos de resistencia al sistema de dominación múltiple del capitalismo global; articulación de las luchas, saberes, cosmologías, culturas y perspectivas libertarias; poder, política y lucha por la emancipación y desafíos de los movimientos sociales frente a nuevos estímulos y realidades planteados como alternativas frente a la cultura y la comunicación hegemónicas.

En pocas palabras esto significa ser antisistema cuando el sistema no lo controlamos o no sirve a nuestros intereses. Para el caso de la democracia, desconocer la legitimidad de mayorías surgidas por el voto y plantear estrategias de lucha que violentan esa legitimidad.

No obstante, dentro de un sistema democrático que funciona en libertad y regulado por la separación de poderes, el concepto de resistencia parece un contrasentido. La resistencia activa de grupos que no están de acuerdo con el veredicto de las urnas se ha convertido en hábito político en todo el mundo. Desde el procés catalán al traumático Brexit británico, las movilizaciones de resistencia en contra o a favor han puesto de manifiesto una tendencia cada vez más extendida: la desconfianza o el desacuerdo con lo que las mayorías expresan. También, la pérdida de credibilidad en la política tradicional que engendra monstruos como Trump y Bolsonaro.

Tras el triunfo de Mauricio Macri y su partido Cambiemos en el balotaje de las elecciones argentinas de 2015, el kirchnerismo derrotado instaló rápidamente la idea de que había que resistir al nuevo gobierno con la militancia y la gente en la calle. Finalmente, fue mediante el voto popular que el macrismo fue desplazado, lo cual no quita que haya llegado nuevamente al gobierno una vicepresidente con seis causas penales abiertas.

Eso es parte de la grieta y la lógica de un país indescifrable como Argentina. Un ejemplo legítimo de resistencia es el de los venezolanos, que la intentaron hasta ahora sin éxito pero con un altísimo costo de vidas y dolor.

Por aquí hemos visto que para algunos sectores no se trata de actuar como legítima oposición dentro de las reglas del juego democrático, sino de resistir. Sin duda que ese término suena más épico, movilizador y funcional al relato de la izquierda gramsciana. Es la fuerza de una idea que seduce más que la espera de una nueva elección. Es el uso de una palabra muy fuerte como resistencia para aplicarla a una realidad que admite el desacuerdo o la protesta pero que no refiere a una circunstancia dictatorial o tiránica.

Quienes aquí hemos resistido -por ejemplo a la última dictadura- conocemos el sentido legítimo de esa actitud. El voto por el No en el plebiscito de 1980 fue un reconocido ejemplo de resistencia expresado a través del voto.

Hoy la resistencia parece banalizarse en un recurso de manipulación política que exagera las condiciones que ameritan su aplicación. Una estrategia para enfrentar a un gobierno legítimamente elegido y que pretende aplicar su programa de gobierno.

Suponer que eso es la actitud aislada de unos pocos es desconocer ejemplos cercanos y cómo funciona la nueva política en el mundo. Basta ver lo sucedido en Chile, en donde ni siquiera fue posible identificar un líder en las movilizaciones.

La nueva resistencia puede prescindir de las condiciones objetivas que habilitan su aplicación y manifestarse como un recurso de oposición y también de desestabilización. Esto aplica para cualquier extremo del espectro político porque bajo el rótulo de la resistencia pueden operar grupos que van desde el neonazismo de Alemania a los Chalecos Amarillos de Francia.

La auténtica resistencia, además de una legítima base política debe tener un sustrato moral y ético que la justifique. La nueva resistencia parece no obedecer, muchas veces, a causas justificadas sino que apela a resistir cualquier cosa que no les guste a sus impulsores a través de un accionar corporativo y fascista.

Protestar o disentir, impulsar una huelga o promover un plebiscito a favor o en contra de lo que sea forman parte del juego democrático; resistir es otra cosa y parece exagerado manejar este término ante un gobierno que todavía no asumió.

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