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La neolengua

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Quienes leyeron “1984”, la famosa novela de George Orwell publicada en 1949, saben que el título de esta nota refiere a uno de los rasgos más notorios de esa distopía que plantea el libro, el régimen totalitario que domina Inglaterra representado por el dictador Gran Hermano, que todo lo sabe y todo lo ve.

La novela, que se desarrolla en Londres, describe una realidad alternativa ambientada en el futuro, en la que la libertad, la intimidad y el espíritu crítico han sido anulados. Todos los ciudadanos están sometidos a los ideales del partido que detenta el poder. La población vive bajo la perpetua mirada de unas telepantallas que vigilan y escuchan constantemente lo que hacen los ciudadanos y, mediante una obsesiva presión propagandística y educativa, es obligada a obedecer al partido y adorar al Gran Hermano.

Uno de los recursos de esa dictadura para anular la libertad de los ciudadanos es la creación de la neolengua, una reducción del inglés que se hablaba con anterioridad al ascenso del régimen para suprimir todas las palabras que puedan ayudar a los ciudadanos a pensar de una manera diferente a la que impone el partido. Es decir: los hablantes no pueden pensar en nada que no exista como palabra de la neolengua. Esto lleva a la completa destrucción de la libertad de pensamiento del individuo.

Obviamente, esta referencia a “1984” sirve para comentar una realidad actual que, como en la ficción de Orwell, se afinca sobre el espacio de la lengua y en los intentos de ciertos grupos de presión por imponer el llamado “lenguaje inclusivo”.

Días atrás el tema mereció comentarios de connotados miembros de la Academia Nacional de Letras -a la que pertenezco- y me apresuro a decir que estoy en un todo de acuerdo con esos dichos, en especial los del académico Jorge Arbeleche cuando afirma que las nuevas pautas lingüísticas son absurdas, grotescas y ridículas.

Sin embargo, no se debe soslayar que detrás de esa tontería de escribir “todes” para aliviarnos del “todos y todas” -una redundancia, torpe y abusiva- en el fondo se agita un recurso que, de un manera acaso menos radical, se emparenta con la neolengua de “1984”.

El lenguaje inclusivo que campea raudo por la prédica oficial en cuanto comunicado, discurso y oportunidad se presenta para dirigirse a los ciudadanos, tiene un cometido claro de dominación por medio del lenguaje y una obvia estrategia de inclusión que bajo el cometido de igualar y democratizar oculta una manipulación sutil de las conciencias.

Es obvio que quien se somete al lenguaje inclusivo y lo acata accede al lado de los buenos e integra el sector bienpensante de la sociedad. Sin embargo, decir cada vez “uruguayos” y “uruguayas” anula de un plumazo aquel himno tan popular de “uruguayos campeones de América y el mundo…” ¿Cómo puede cantarse hoy siguiendo las pautas del lenguaje inclusivo?

Pero, además, “lo uruguayo” como concepto abarcativo que alude a la nacionalidad queda contaminado -para nuestra neolengua inclusiva- de machismo en tanto el sustantivo que lo define es masculino. Un horror interpretativo, más allá de que en su origen la letra alude a los “esforzados atletas”, varones y futbolistas. Es claro que hoy “uruguayos campeones” nos incluye a todos, y el todas se lo debo.

Ni que hablar del Himno Nacional con el arranque de “¡Orientales, la Patria o la tumba!”. ¿Orientales y Orientalas para la neolengua?

Por fuera del gobierno, diversos grupos de acción social, como el de las feministas, apelan a ese manejo idiomático que busca igualar o compensar las reconocidas y existentes iniquidades del pasado pensando que todo se arregla alterando la grafía de las palabras o inventando vocablos innecesarios.

Los postulados del feminismo son legítimos y loables, pero manipular una lengua para lograr reivindicaciones es un recurso totalitario.

En “1984”, el personaje Winston Smith, reescribe y modifica el pasado cumpliendo otro de los aberrantes designios del Gran Hermano, alterar la historia pasada para que concuerde con la realidad presente.

Esa práctica tiene en el país émulos recientes que han argumentado, por ejemplo, que la dictadura empezó en Uruguay ¡en 1968!

De modo que dos recursos para la dominación que Orwell describe en su novela, la neolengua y la modificación del pasado por quienes controlan el presente, se han reciclado hoy, potenciados, además, por las redes y la penosa industria de las “fakenews”.

Creer que nuestra “neolengua” afecta solo al lenguaje es pecar de ingenuo. Hay mucho más detrás que espero poder desarrollar en futuras notas.

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