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Los músicos del Titanic

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hugo burel
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El HMS Titanic es sin dudas el barco más famoso de la historia contemporánea.

En pocos días se cumplen 110 años de su botadura, realizada el 31 de mayo de 1911. Se hundió durante su viaje inaugural, en la noche del 14 al 15 de abril de 1912, y una de las más famosas leyendas del buque es la que alude a su orquesta musical. Durante el hundimiento, los ocho miembros de la banda dirigidos por Wallace Hartley, se situaron en el salón de primera clase tocando para que los pasajeros no perdieran la calma ni la esperanza. Más tarde lo continuaron haciendo en la po-pa, en la zona de la cubierta de botes. La banda no dejó de actuar incluso cuando ya era seguro que el buque se hundiría.

Los ocho músicos perecieron en la tragedia, y solo los cuerpos de tres de ellos fueron recuperados. A sus funerales, especialmente al del director Hartley, asistieron multitudes. El público y la prensa se entusiasmaron con el heroísmo de la orquesta y en memoria de ella se erigieron varios monumentos.

Los músicos del Titanic fueron vistos en la época como símbolo de los jóvenes que habían recuperado los valores del estoicismo y el autosacrificio que se creían perdidos por las nuevas generaciones. Con todo respeto, creo que esos valores no eran exigibles en ese momento a un grupo de músicos, y su inmolación poco pudo aportar a las víctimas de la tragedia. El sacrificio de la banda de Wallace Hartley fue un extraño suicidio o un alarde de disciplina artística. Sin embargo, detrás de esa legendaria actitud, pueden extraerse otro tipo de reflexiones y cambiar el romántico estoicismo por la necedad de negar la realidad.

En el decurso de la pandemia muchas orquestas -en sentido literal y también figurado- quieren seguir tocando mientras el barco se hunde. Parecen no entender o apreciar el entorno crítico y la circunstancia de catástrofe y continúan ejecutando su partitura co-mo si nada. Así, los músicos del Titanic se convierten, más de un siglo después de su última actuación, en un símbolo perfecto de lo que en el mundo ha sucedido y sucede con aquellos que ignoran los aborrecibles límites que nos ha impuesto la pandemia. Aquellos músicos que en medio del naufragio siguieron tocando su repertorio representan hoy la actitud negadora, el afán de aferrarse a hábitos y costumbres impracticables, el apego a conductas peligrosas y letales y, en definitiva, la sujeción imposible a la “antigua normalidad”. Wallace Hartley y sus muchachos crearon, sin proponérselo, la metáfora perfecta de lo que hoy sucede.

La pandemia ha actuado de tal manera que muchas costumbres y conductas han debido postergarse por imperio del riesgo sanitario. Esto sucede en todo el mundo y también en nuestro país, aunque hay personas que no aceptan las nuevas reglas del juego.

Eso ha dado lugar a fiestas o protestas por quienes no pueden organizar las legales. Las manifestaciones multitudinarias para reivindicar lo que sea se han cumplido en contra de los más elementales cuidados para evitar el contagio. Los asados de veinte personas se siguen organizando, incluso a nivel oficial. Siguen jugándose picados o se amontonan fans en torno a una cuerda de candombe.

En el pasado día de la Madre, en varios restaurantes no se respetó el aforo ni la distancia entre comensales, inclusive con mesas de más de seis personas. Eso ha provocado, como ya comentó el ministro Salinas, una escalada de casos el pasado jueves. La situación es extensiva para todos los espacios cerrados en los que se agrupan personas de burbujas diferentes. La semana qué pasó Uruguay fue el país del mundo con más casos de contagio diario y más muertes por 100 mil habitantes.

Hoy, la orquesta del Titanic sigue tocando como si el iceberg no hubiera perforado el casco de la nave y la cubierta no tuviera varios grados de inclinación. Y lo hace no por estoicismo o inmolación, sino porque ignora que no se puede. Es incapaz de percibir, no solo el riesgo, sino el sinsentido de insistir con lo que antes era normal y ahora no lo es.

Y como en 1912, la actitud inconsciente, la indiferencia o el empecinamiento de querer sonar pese a todo, son apreciados por mucha gente que todavía no comprende que el hielo no va a desaparecer o derretirse por arte de magia. Lo que a nivel individual puede asumirse como ignorancia o temeridad, en ciertos colectivos seguir tocando y encima con partituras antiguas es una prueba de sordera, no solo musical, sino intelectual.

A los efectos de poner un ejemplo de esto último, basta con mencionar el paro general de 24 horas decretado por la central sindical para el próximo 17 de junio. La consigna bajo la cual se realiza es “contra el hambre y la desigualdad, por trabajo y salario, en defensa de la vida y en solidaridad con los 15 profesores de San José separados del cargo”. Solo parar contra la Covid-19 sería más absurdo.

En un país inmerso en la lucha sanitaria que limita la actividad laboral y se debe asistir a compatriotas con seguros de paro especiales y salarios de emergencia, un paro general con esa plataforma reivindicativa revela que la dirigencia sindical se parece a la orquesta del Titanic. Sigue tocando su música como si nada sucediese, indiferente al entorno como si viviera en una realidad paralela.

Parar contra el hambre y la desigualdad, por trabajo y salario y en defensa de la vida es algo tan genérico y loable que parece salido de un cuento de hadas. La solidaridad con esas quince personas que se mencionan es un exceso de compañerismo que deja afuera a los miles de compatriotas que han sido destituidos por el virus. No hay una sola referencia al esfuerzo sanitario que se viene desarrollando ni a la dramática situación que vive el trabajador no agremiado. Tampoco reivindica a los artistas imposibilitados de actuar. Se propone no trabajar en el momento que más se necesita.

Tocar partituras vacuas y de otro siglo sin considerar el naufragio que estamos viviendo es una actitud sorda y arrogante. Pero, a diferencia de los del Titanic, estos músicos no van a ahogarse.

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