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Un libro abierto

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HUGO BUREL
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El inolvidable y querido Cuque Sclavo dijo una vez que el cine era norteamericano y en fila doce de platea.

Esa síntesis dictada por un calificado y sagaz espectador y crítico sigue teniendo para mí el valor de una sentencia que no ha perdido vigencia y que en la última entrega de los premios Oscar volvió a confirmarse con la película ganadora en la categoría mejor film: Green Book, dirigida por Peter Farrelly.

Su triunfo fue sin dudas una de las sorpresas de la noche, al menos para quienes no seguimos en detalle los vericuetos de la interna de la Academia y el sube y baja de los pronósticos. Se puede decir cualquier cosa del cine norteamericano -y en su columna, Álvaro Ahunchain dijo algunas con las que no estoy de acuerdo- porque hay que reconocer que no hay otra cinematografía capaz de reflexionar a fondo sobre las miserias de su país como la norteamericana.

La historia que cuenta Green Book es la clásica peripecia que el cine holly-woodense se ha especializado en mostrarnos a lo largo de decenas de films, premiados o no: la de una pareja de personajes antitéticos, diferentes, enemigos incluso, que al final terminan aceptándose y entendiéndose. En este caso, el periplo del chofer ítalo norteamericano vulgar, simple y familiero que encarna Vigo Mortensen y el pianista negro, culto, refinado solitario y gay que Mahershala Alí interpreta, componen una variante menos edulcorada de aquella pareja de Conduciendo a Miss Daisy que encarnaban Morgan Freeman y Jessica Tandy, película que obtuvo el Oscar hace exactamente 30 años.

A ese clisé se le agrega el del cine de carreteras, otra marca de fábrica de Hollywood. Pero el asunto central es la lectura que el film hace del racismo de comienzos de los 60 con ese símbolo del libro del título, nada menos que una guía de alojamientos de ínfima categoría permitidos para la gente negra en ciudades del sur de Estados Unidos. Por si fuera poco, el otro aditamento que también distingue a esta película es que se basa en un historia real, atributo argumental que siempre agrega interés.

Por supuesto que las historias sobre racismo han tenido amplia cabida en el cine estadounidense. Inclusive en esta edición del Oscar, el film de Spike Lee, Black Klansman, se ocupa del asunto con una corrosiva e ingeniosa mirada sobre un infiltrado negro nada menos en el Ku Klux Klan, también basada en un caso real. En ese sentido, existe una militancia de muchos creadores para golpear una y otra vez en el clavo del racismo y de otras calamidades sociales y hacerlo desde guiones atractivos que, además de la denuncia, aportan personajes creíbles, diálogos jugosos, y situaciones que establecen una crítica apelando a detalles de fina observación en vez de recursos de brocha gorda o discursos demagógicos.

Todo eso está presente en Green Book y, como además la historia culmina con un final relativamente feliz, la Academia lo premió y desbarató las ambiciones de la mexicana Roma, de Alfonso Cuarón, que se llevó la estatuilla a la mejor película extranjera pero no pudo derrotar a Green Book en la disputa por el premio principal de la noche.

Mucho se había especulado sobre las posibilidades del film de Cuarón, cuya campaña previa a cargo de Netflix había sido muy fuerte.

Su tema también alude a una comunidad discriminada como la de los indígenas mexicanos y a través de un relato asordinado y moroso registrado en exquisito blanco y negro, instaló en la premiación la posibilidad de que por primera vez en la historia una película extranjera, hablada en español y en dialecto indígena ganase el Oscar al mejor film. Pero esa expectativa no se concretó, lo cual no desmerece en absoluto a Roma y todo lo que muestra como historia mínima que es capaz de contener una poderosa mirada sobre los contrastes sociales de una época. El logro de Cuarón es precisamente esa mirada con la que registra el pasado y su propia infancia con una capacidad evocativa que rescata un clima intransferible y personal al que convierte en escenario para su denuncia.

No podemos quejarnos de los criterios que esta vez ha impuesto la Academia. Si Roma cumple con el precepto de Tolstoi que recomendaba pintar o describir tu propia aldea para ser universal -el barrio, la familia, la servidumbre de la casa y los silencios de esas imágenes elocuentes de denuncia que involucran no solo al DF sino a todo México- Green Book nos señala desde un guión inteligente y sensible que se puede denunciar el racismo contra el que luchó Martin Luther King sin renunciar al enfoque sutil y a seres humanos que no necesitan decir discursos trascendentes sino líneas de diálogo creíbles y acordes a las situaciones que plantea el guión para mostrarnos la iniquidad de una época.

Hay una escena de Green Book que sintetiza su potente alegato: la del pianista negro que antes de actuar para el acaudalado público de una mansión sureña quiere pasar al baño y el dueño de casa le indica un precario cobertizo ubicado en medio del parque que rodea la casa.

A principios de los sesenta un negro no podía usar el mismo baño que un blanco. Casi medio siglo después, Barack Obama era electo presidente de ese mismo país que recrea Green Book y en el que la discriminación impedía que un negro compartiese no solo el baño, también el hotel, el restaurante, el aula o el transporte público con la gente de piel blanca.

Green Book es un libro abierto en el que leemos cómo una sociedad fue superando los prejuicios de raza y a través del vínculo entre el chofer y el pianista nos muestra que la intolerancia fue derrotándose a influjos de mutua comprensión.

También prueba que, pese al momentáneo extravío que puede significar que alguien como Donald Trump esté en el salón oval, la fuerza de su cultura liberal y democrática todavía está intacta y la capacidad de su cine para defenderla también.

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