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La gente está cansada

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hugo burel
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Nueve meses después de declarada, la pandemia muestra su verdadero rostro y el país enfrenta un aumento preocupante de casos diarios y la zona verde que con orgullo se sostuvo va dando paso al amarillo, al inquietante naranja o al desastroso rojo.

Varios infectólogos lo pronosticaron, pero sus mensajes no tuvieron influencia en sectores de la población que no cumplieron los cuidados individuales y multiplicaron el peligro colectivo.

Movilizaciones gremiales, aglomeraciones convocadas, fiestas clandestinas, cercanía excesiva en muchos ámbitos, 60% de empresas incumpliendo los protocolos sanitarios, recitales, candombe espontáneo en el Barrio Sur y hasta la debacle de la Selección Uruguaya son algunas de las fallas evidentes que han hecho trizas la apelación a la libertad responsable, lógica actitud de un gobierno liberal y respetuoso de los fueros ciudadanos. La conclusión del equipo de gobierno y del comité científico que lo asesora es que ha fallado la gente, esa misma que tanto ha elogiado antes de un noviembre de descalabro.

En la última conferencia de prensa del presidente Lacalle y sus expertos más cercanos quedó en evidencia que estamos transitando el borde de la cornisa. Las medidas anunciadas así lo demuestran. El argumento de que falta poco porque ya se divisa un horizonte de vacunación, más que un mensaje optimista pareció el ruego de un padre a su hijo travieso: si te portás bien en abril voy a darte caramelos.

La apelación a la libertad responsable ha llegado al límite de su acatamiento. La población no ha podido mantener la actitud, mayoritaria al principio, de cumplir con los tres protocolos básicos: distanciamiento, higiene de manos y tapabocas. Este último accesorio, que el propio presidente definió como la única vacuna eficaz hasta el momento, sigue sin ser incorporado de manera masiva y permanente. Las aglomeraciones por distintos motivos mostradas por los medios han revelado que a demasiados les importa poco llevarlo. Inclusive, si miramos con atención, muchos lo llevan pero dejando libre la nariz o directamente toda la cara.

¿Qué revela este afloje general? Una condición del virus que ha sido poco difundida o indagada por la cátedra: su devastador accionar sobre la psicología de las personas y el lento oradar de la voluntad del individuo. Exigirle a los jóvenes que no se diviertan, no salgan y acepten sin más la reclusión y el aislamiento de sus pares, es desconocer las pulsiones naturales de la edad. Endosarles el contagio de los mayores, no deja de ser una extorsión moral. Y ese es el perverso funcionamiento de esta pandemia: enfrentar a jóvenes con viejos en una guerra de cuidados y responsabilidades. El resto de las franjas etarias tiene también sus legítimas razones para aflojar o sentirse al borde del agotamiento psicológico, en especial el grupo de riesgo de mayores de 65 años, al cual el Covid-19 le impuso una vejez instantánea y condenada al aislamiento permanente.

Responsabilizar a la gente sobre el avance de los contagios implica convertir ese arquetipo platónico en un ente capaz de contener todas las virtudes y todos los defectos de las personas. El pueblo, la población en general, los ciudadanos, son generalizaciones cuyo uso ejemplar determina atajos explicativos que, lejos de simplificar el análisis lo complican. Lo que hay son responsabilidades individuales a las que se puede apelar pero que, paradójicamente, no son susceptibles de culpa colectiva. En un estado democrático contravenir esa libertad responsable no es sancionable por el sistema legal. Solo en casos reglamentados por un protocolo específico designado con nombre y apellido - prohibir las actividades en gimnasios cerrados, cerrar bares y restaurantes a las 12 de la noche, imponer el teletrabajo a empleados públicos- hay alguna posibilidad coercitiva. La gente siempre hará lo que le plazca. Y si no, pregúntenle a los organizadores del plebiscito del 80.

Pero siempre se trata de responsabilidad individual. Cuando se ejerce y cuando no. Eso se vincula a otro ente platónico: el ser nacional. Esa persistente necesidad de definirnos y establecer lo excepcional como una condición ineluctable que nos distingue es un síntoma de autocomplacencia. Pacíficos, educados, solidarios, igualitarios, sabios a la hora de votar, heroicos como dice el himno y varios atributos más, no dejan de ser la expresión de un ideal que, de tan excelso y elevado, termina por devenir en pesada carga y en la obligación de ser especiales y diferentes también en la pandemia.

¿Por qué tenemos que ser ejemplares si el mundo entero no lo es? Naciones de historia milenaria han claudicado ante el Covid mientras otras de existencia más reciente registran récords de contagios y muertos, como Estados Unidos, el país más poderoso del planeta. O estados modélicos como Suecia, ejemplo en muchos sentidos, que se equivoca en la estrategia sanitaria y debe revisar todo lo realizado desde el comienzo

Las personas no son robots sujetos a un programa único. Están condicionadas por múltiples factores que determinan su conducta y eso las hace humanas. En especial en lo que hace al aspecto económico o sus hábitos sociales. Lo único que se puede hacer es educar, convencer, pedir encarecidamente que se cuiden y cuiden a los demás. Y en esto, además del gobierno debe estar comprometida la oposición, las organizaciones gremiales y todas las figuras populares. Por supuesto: se debe implementar de manera pronta y eficaz la vacunación. Todo lo demás es aleatorio y remite al azar y al temple que mantengan los que ya no soportan más esta pesadilla. La culpa es del virus, no de la gente.

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