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Futbolitis aguda

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Hugo Burel
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En apenas dos meses nuestra selección disputará su primer partido en el Mundial de Rusia y se instalará en el país una enfermedad que nos aquejará a todos a partir del 15 de junio: la futbolitis aguda.

A partir de ese día todo empezará a girar en torno a lo que nos depare una nueva competencia ecuménica del deporte más popular del mundo.

Si nos atenemos a los pronósticos y al ánimo que se palpa en las crónicas especializadas, nunca en los tiempos recientes el posible desempeño de Uruguay en un Mundial abrigó tantas esperanzas. Que Suárez y Cavani, que la sólida defensa con Muslera, Godín y Josema, que la renovación de los jóvenes, que el proceso liderado por el Maestro: todo parece ser un dechado de virtudes que invitan a soñar.

El cálculo de un conocido periodista que siempre dice que estamos a tantos partidos de ser Campeones del Mundo, este año se plantea con más énfasis y hasta forma parte de la promoción de una casa de electrodomésticos para vender televisores. Es que, como siempre, la futbolitis genera ventas, promociones, ofertas y promete un idilio con la emoción que alentará, incluso, viajes a Rusia con hinchas envueltos en la bandera desde el check-in en Carrasco.

Por supuesto que la futbolitis no aquejará solo a los uruguayos, pero en un país tan futbolero como el nuestro, la epidemia y su fiebre no darán tregua. El jugar nuestro destino como nación a los avatares del resultado de uno o varios partidos es su síntoma más inmediato y peligroso.

Durante el avance de nuestro combinado en el torneo —que ojalá nos lleve lejos— todos los temas del día a día, incluso los más críticos y preocupantes, quedarán en suspenso y solo importará la celeste. Porque la futbolitis es un poderoso anestésico —el fútbol de hoy lo es— capaz de adormecer al aficionado y sacarlo del ambiente de los asuntos realmente importantes. Los que declaran —con candorosa corrección política— que el fútbol es solo un juego de noventa minutos, se equivocan. Hoy es un negocio, un espectáculo omnipresente, un circo moderno cuyo pan son las picadas ante una pantalla y un formidable pretexto para olvidar o dejar de ver por el lapso que sea —un partido o un campeonato entero— la cruda realidad.

¿Podemos salir otra vez Campeones del Mundo?, ya se preguntan los optimistas, los que sueñan con todo derecho un nuevo Maracanazo, los abonados de la fe que mueve montañas y creen que no solo el camino es la recompensa, porque levantar una copa es el verdadero premio.

La pregunta siguiente es: ¿Nos cambiará eso la realidad? ¿Y después qué? ¿Qué cambió en Alemania después de la copa ganada en Brasil? ¿Y en España, luego de Sudáfrica? ¿Tendremos un país mejor si ganamos en Rusia? La secuela que deja la futbolitis, cuando desemboca en la gloria, es que desaparecidos los síntomas, el resto de la realidad vuelve a estar co-mo antes.

Si es por soñar, soñemos. Ojalá ganemos un nuevo mundial y el mismísimo Vladimir Putin le entregue la copa a nuestro capitán. Pero conviene saber que, acallados los ecos de un hipotético triunfo celeste y apaciguado el frenesí de la victoria, los temas que le duelen al país —al nuestro y a cualquiera de los que compiten— seguirán allí, sin que los goles de Suárez y las atajadas de Muslera los resuelvan.

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