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Fiebre celeste

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Hugo Burel
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Hace más de un mes en este espacio escribí sobre la futbolitis aguda que íbamos a padecer durante el Mundial de Rusia. Entonces reflexioné que esa inevitable fiebre futbolera nos haría evadir de la realidad cotidiana durante el tiempo que durase el campeonato, pero que una vez que este finalizara y sin que importase cuán lejos llegase Uruguay en el torneo, todo volvería a fojas cero.

Escribí que con seguridad el país y la realidad se reinciarían sin que ninguno de los problemas que padecemos se hubieran resuelto por obra de los goles de Suárez y Cavani. Con nuestra selección ya clasificada a octavos, mi reflexión sigue siendo la misma, pero con el agregado de un factor que antes no mencioné: la descomunal presión que los medios y la publicidad de diversos productos que se visten de celeste ejerce sobre el uruguayo necesitado de triunfos.

Como nunca en la historia de nuestra participación en los mundiales los spots publicitarios han promovido, además del producto que publicitan, un triunfalismo tan agobiante y machacoso. Con la participación de jugadores, papel picado, banderas, tribunas y eufóricos hinchas festejando hasta el paroxismo y las lágrimas, la comunicación apela a la demagogia sensiblera y fomenta cotas elevadas de autocomplacencia.

Nuestros cracks son presentados casi como dioses y el fútbol mismo es simbolizado como un ídolo de piedra alto e imponente que aguarda dentro de un templo la visita de los aficionados que llegan a rezarle o rendirle homenaje. Hasta la salud ha sido involucrada en esa marea celeste que cubre las pantallas, con músculos, huesos y corazón de los jugadores vinculados a las bondades que ofrece una mutualista.

El epítome de esa desaforada mirada es el cuadro de los 23 jugadores del plantel con el que una marca de cerveza pretende comparar a nuestros futbolistas con los Treinta y Tres Orientales que pintó Blanes. El recurso banaliza un episodio trascendental de nuestra historia y le endosa a un grupo de deportistas el peso de un heroísmo que ni les corresponde ni los obliga. Aquí no se trata de una cruzada para liberar la patria: es solo un campeonato de fútbol y no una batalla.

Sin meterme en los dominios de las páginas especializadas y antes de que mañana se dispute el partido ante Rusia, me animo a decir que la Celeste ha jugado bien solo en la idealizada realidad de los avisos. Ojalá mejore, pero ese idílico mundo que ha montado la comunicación solo quedará justificado si salimos campeones, tal es la expectativa que proyecta.

Ante tamaña exigencia, bueno es recordar la anécdota de lo que sucedió en 1950, la última vez que ganamos la copa del mundo. Entonces y antes de disputar la final con Brasil —que había arrasado a rivales con los que Uruguay apenas había empatado o ganado por un gol— algún dirigente le dijo a nuestros jugadores que si perdíamos ese partido por no más de cuatro goles, estábamos cumplidos. Por supuesto que eso cayó muy mal en el equipo y la respuesta ante tamaño insulto se dio en la cancha.

Entre aquel conformismo pesimista abatido por el triunfo y esta desbordante euforia que la publicidad ha instalado en la opinión pública, median 68 años y más de un fracaso. También hubo tres cuartos puestos que se valoraron de manera diferente cada vez que se obtuvieron.

Pero lo que se juega hoy no es estrictamente deportivo: detrás de los triunfos que se ambicionan y los goles con los que las gargantas quieren enronquecerse, late la ilusión de mancomunarnos en un triunfo colectivo. Ganar algo estando juntos y de acuerdo. Tender puentes entre nosotros. Esa necesidad colectiva parece sublimarse solo con el fútbol, algo que debe llamar a reflexión a los cientistas sociales.

No sé si hay estudios sociológicos que estén indagando en esa realidad que a mi modo de ver rompe los ojos. Esa cantidad de banderas que hay en la calle, esa liturgia celeste que trasvasa la sociedad de manera horizontal, esa condición de conductor y guía del Maestro Tabárez —hoy nuestro principal referente intelectual— esa idolatría que se profesa por los jugadores en los que depositamos toda nuestra esperanza: todo apunta a una síntesis compleja en la que lo meramente futbolístico es solo la parte visible de algo más profundo.

El nuevo uruguayo tiene sed de triunfos, de copas, de emociones compartidas. Siente quizá que el imaginario de la política ya no lo ilusiona o no lo moviliza desde lo profundo y busca un sucedáneo para entregarse a una mística y al sueño utópico que todos necesitamos.

Sin duda que parte de esa necesidad parece generarse desde la genética o el inconsciente colectivo que nos impone el orgullo de ser pequeños pero campeones, pocos pero con gloria. Ganar contra todo pronóstico y en la hora. Es tanta la añoranza de ganar a algo que se pierden las referencias y festejamos por reflejo lo que en otras épocas hubiera sido un papelón. Como ganarle a Egipto sin Salah y llamar héroe a Josema Giménez. ¡Egipto!, un país sin historia futbolística. Con Arabia Saudita pasó lo mismo.

Esto lo escribo y subrayo para que no me tilden de amargo, aguafiestas o contra: ojalá sigamos ganando. Pero sería bueno empezar a hacerlo también en aquellos otros campeonatos en los que venimos perdiendo por goleada. De alguna manera eso la gente lo pide cuando grita Soy Celeste.

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