Publicidad

Decir la palabra

Compartir esta noticia
SEGUIR
HUGO BUREL
Introduzca el texto aquí

La semana que transcurrió ha estado marcada por la palabra dictadura y la decisión de algunas figuras del Frente Amplio de atreverse a decirla para definir la situación que vive Venezuela.

Esas nueve letras referidas al régimen de Nicolás Maduro derivaron en una réplica con el desprecio habitual del tirano para los que lo contradicen y combaten. Maduro denomina estúpidos a los que lo acusan de dictador, no importa el lado del espectro político en que se encuentren. En tal sentido soy un convencido estúpido que se refiere a Maduro como dictador y al gobierno que encabeza en Venezuela como dictadura. Es más, asumo mi condición estulta casi como un elogio de alguien que además de someter a su pueblo a crueles vejámenes, habla con pajaritos y viaja al futuro para contarnos cómo es.

Muy notorios dirigentes frentistas han aceptado casi in extremis decir la palabra prohibida que habían evitado pronunciar. Pero, finalmente lo han hecho, pese a que como expresó el ingeniero Daniel Martínez -en su a veces sinuosa forma de razonar- centrarse en la palabra en sí es algo banal -antes adujo que la cuestión era semántica- comparado con el drama que sufre el pueblo venezolano. Disculpe, ingeniero, nada hay de banal en la palabra dictadura ni en discutir sobre si en Venezuela la hay o no. Más bien es todo lo contrario: es una palabra terrible y pesada, por más que el aludido dictador haya intentado un mal chiste al decir que en todo caso en su país existía la dictadura del proletariado. Sea la dictadura que sea, la palabra es la más exacta y simple para definir un gobierno tiránico que el demoledor informe de Michelle Bachelet ha expuesto en forma lapidaria y sin retórica banal. Informe por supuesto ignorado por el reciente Foro de San Pablo con una declaración de apoyo a Maduro que el representante frentista votó.

La palabra por fin dicha, por demasiado tiempo se calló, sobre todo en los ámbitos de la Cancillería, hasta el punto que nuestro canciller dijo -con banal liviandad- que pronunciarla no cambiaría en nada la situación de los venezolanos. ¡Cómo no habría de cambiar al menos su ánimo si nuestro gobierno decía alto y claro que lo que estaban padeciendo era una espantosa y vesánica dictadura! El último acto de esa vergonzante política exterior fue el abandono de nuestro vicecanciller Ariel Bergamino del recinto de la Asamblea de la OEA para no participar en un debate sobre Venezuela, aduciendo razones como, por ejemplo, el frontal desacuerdo con los procedimientos del cuerpo y en especial con los de su secretario general Luis Almagro, que siendo canciller defendía otras posiciones. La pusilánime actitud de nuestra diplomacia mantenida todo este tiempo me recuerda la ilusa y errónea política del primer ministro inglés Neville Chamberlain ante Hitler: el débil intento de apaciguamiento y el inútil diálogo que no postergó en nada el afán expansionista de la Alemania nazi.

Ahora se abre una etapa que pone en entredicho toda la anterior negativa a llamar dictadura a una dictadura y al acopio de eufemismos, coartadas, mutismos, negativa a condenas y demás insumos que el gobierno y la diplomacia nacional acumularon sin teñir con el menor rubor sus mejillas impertérritas. Aconsejar no ponerse delante de tanquetas o soportar los insultos de Maduro hacia nuestro presidente y su vice en distintos arrebatos de su verborragia de dictador, sumado a un rumbo diplomático que pretendió poner paños fríos y relativismo al drama venezolano son algunas de las renuncias que el gobierno debería explicar. Sin contar al Pato Celeste y demás sospechosas maniobras en los negocios con Venezuela.

Decir -como lo hizo el presidente Vázquez- que en Venezuela existía la separación de poderes y por lo tanto era una democracia, fue una de las tantas trampas retóricas a las que asistimos con azoramiento. Eso fue dicho en el exterior y de alguna manera nos involucró a todos, porque un presidente constitucionalmente elegido siempre representa a todos los ciudadanos de su país, lo hayan votado o no. Esa desgraciada coartada para evitar definir lo obvio es lo que ahora queda en evidencia porque entonces ya existían sobradas pruebas de que Venezuela no era una democracia.

Las dictaduras son dictaduras se las nombre o no. No se dividen en “dictabuenas” o “dictamalas”. Pero además es una especie de conjuro mágico el evitar llamar dictadura a una dictadura y creer que eso la convierte en una democracia de un tipo especial. La de Franco, la de los Castro, la de Pinochet, la de Stroessner, la de la junta presidida por Videla, la de Mao y la de Stalin, la nuestra que duró 12 años: todas fueron dictaduras; lo es todavía la de Cuba y pese al fastidio de Maduro con los estúpidos, la de Venezuela también.

El sábado 30 de junio de 1973, una semana después del golpe de estado dado por los militares en Uruguay, el número 1649 del semanario Marcha se publicó con una tapa histórica que titulaba con grandes caracteres “NO ES DICTADURA” y debajo, en letra más chica, reproducía el decreto dictatorial firmado por Juan María Bordaberry que en su inciso 3º decía: “Prohíbese la divulgación por la prensa oral escrita o televisiva de todo tipo de información, comentario o grabación que, directa o indirectamente, mencione o se refiera a lo dispuesto por el presente decreto atribuyendo propósitos dictatoriales al Poder Ejecutivo, o pueda perturbar la tranquilidad y el orden público.”

El ingenio de los editores de Marcha para titular con lo que no se podía decir ha convertido esa legendaria tapa en una de las más famosas del periodismo uruguayo y en un auténtico ejemplo de valentía periodística que es objeto de estudio en varias universidades. Es que hay palabras que siempre deben decirse aun cuando en atención a determinados intereses estén prohibidas.

¿Encontraste un error?

Reportar

Temas relacionados

premiumHugo Burel

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad