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Un concepto totalitario

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Hugo Burel
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Varias veces desde este espacio he tratado de demostrar que decir “nueva normalidad” para nombrar este tiempo terrible que desató el COVID-19 es una expresión engañosa que lo único que logra es confundir y disimular el horror que vivimos.

A medida que pasa el tiempo, creer que algo es normal en esta pandemia es hacerse trampa o carecer de una mirada objetiva y crítica sobre la realidad. Lo que antes considerábamos “normal” ya no existe y lo que está sucediendo ahora no lo es.

Viéndolo en números, en el mundo ya hay más de 100 millones de infectados por el virus. El pasado 28 de septiembre la cantidad de muertes por la enfermedad había llegado al millón de víctimas fatales, con América Latina y el Caribe a la cabeza. La cifra se duplicó en tres meses y medio, lo cual demuestra que la transmisión del virus está aumentando en regiones y países donde parecía estar controlado: Europa es hoy la región que más muertes acumula.

En Uruguay desde el pasado 13 de marzo se contabilizan, al tiempo que escribo esto, 407 fallecidos, sobre un total de más de 38 mil casos registrados. ¿Eso es mucho o es poco? No importa: tratándose de muerte o enfermedad, no se puede relativizar. Pero el criterio numérico también es engañoso: lo normal y lo que no lo es, no se mide en cifras.

Pero yendo a las cifras, estas confirman -por ejemplo- que nuestra industria turística siempre dependió mayoritariamente de los argentinos y otros visitantes de la región. En Maldonado: Punta del Este, con 70% menos de presencia y ocupación debido a la frontera cerrada. A la inversa, en Rocha, 70% de ocupación de los balnearios oceánicos, debido a que sus veraneantes son en su mayoría uruguayos. Esto demuestra la diferencia entre la normalidad anterior y la nueva normalidad que se pretende que la gente asuma. La apertura de las fronteras para residentes que acaba de anunciar el presidente Lacalle Pou no va a mover la aguja, pese a que la medida puede tomarse como un afloje parcial mientras se espera la llegada de las vacunas.

Según lo anunciado por el gobierno, el proceso de la vacunación en el país podría estar comenzando en menos de dos meses, y esa es una buena noticia. La mala es que para que la vacuna sea realmente eficaz en lo colectivo, al momento de su aplicación no debería superarse la barrera de 200 casos diarios.

Eso se aplica también para el comienzo de las clases en forma presencial. Es decir que el partido que jugamos en la altura de La Paz -metáfora del profesor Rafael Radi- sigue complicado, lo vamos perdiendo y el ansiado gol para el empate en la hora -que sería la vacuna- necesita un buen alargue para llegar.

Siguiendo con la comparación futbolera: si el COVID sigue haciéndonos goles, será difícil que empatemos. En especial, porque vivimos en la engañosa normalidad veraniega, con los hábitos playeros y de esparcimiento tentando a la gente a aflojar. Con la lógica desesperación del sector turístico jugando contra reloj para salvar la temporada. Con helicópteros sobrevolando playas para disuadir aglomeraciones. Con las promociones para hacer turismo interno convocando a conocer el Uruguay y movilizando gente de un punto a otro del mapa, favoreciendo así la circulación comunitaria del virus. Desde luego que tomar aire, descansar, buscar esparcimiento y naturaleza son lógicas aspiraciones que el encierro previo y cotidiano justifica. También son los imponderables de vivir la pandemia como algo nuevo pero normal, sin renunciar a ningún hábito.

La realidad, como los hechos, es testaruda y por más esfuerzo que haga el gobierno con sus planes de contingencia subiendo y bajando perillas, no existe posibilidad de asistir a todo el mundo y compensar el perjuicio que la pandemia ha ocasionado. En ello no caben reclamos demagógicos y perfilismos políticos que parecen aprovecharse de esta crisis para marcar diferencias con el gobierno. No vale felicitar por la concreción de las vacunas, pero decir que se demoró en negociar. Se sabe que no hay dinero para sustentar un ingreso básico universal, pero muchos lo exigen. O en medio del incremento de la circulación del virus, convocar a una recolección de firmas para derogar una ley. Eso era posible en la “normalidad” anterior, no ahora.

Hay una verdad de Perogrullo en esto que vivimos -que el mundo entero vive- y es que nadie quiere perder y todos quieren salvarse. De la enfermedad sin dudas, pero de sus consecuencias materiales también. Pero, la actual batalla sanitaria, en caso de ganarse gracias a la vacuna, dejará secuelas económicas y sociales profundas. La cantidad de puestos de trabajo perdidos en el mundo ya supera los 250 millones de empleos. En mayor o menor grado, todos los países se verán afectados, pero los menos desarrollados serán los más perjudicados. Otra vez la pobreza y la riqueza marcarán las diferencias.

La engañosa expresión “nueva normalidad” también pretende aludir al nuevo mundo pospandemia. Imponer esa realidad como inevitable es una manera de soslayar un análisis profundo sobre el origen de esta pandemia y quienes son los responsables de que surgiese. La normalidad anterior se diluye en la nueva y la dramática transformación del mundo se convierte en algo que por ahora debemos aceptar y sufrir.

Ya se sabe que el virus también corroe el sentido común y la percepción del riesgo. Fomenta la división social y el enfrentamiento generacional. Impide las relaciones interpersonales y decreta la soledad, la vejez anticipada y la convivencia bajo el aislamiento burbuja. No creo que la vacuna proteja o repare el daño psicológico que el COVID ha causado. Por eso estamos obligados a minimizar esos daños aprendiendo a pensar de otra manera, sin apego a los esquemas de la anterior normalidad y sin creer que lo que ha llegado va a terminar porque nos vacunemos.

El mundo que conocimos cambió para siempre y “la nueva normalidad” es un concepto totalitario que simplifica y engaña.

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