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Los complacientes

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hugo burel
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Estos días circuló en las redes un video, probablemente grabado en algún país del Este europeo, que muestra cómo en un shopping un guardia golpea con un bastón a todos los que circulan sin tapaboca.

Les pega en los brazos y en la espalda y los increpa duramente y a los gritos para que se lo pongan. Todos lo obedecen y ninguno reacciona para repeler la agresión. Se colocan el tapaboca y siguen con su paseo.

La situación es un símbolo de lo que sucede en todo el mundo. Por un lado los que no acatan los consejos sanitarios para protegerse y proteger del virus y por otro la autoridad reclamando que lo hagan. La diferencia en este caso es la sanción violenta al infractor y la actitud culpable pero también sumisa de los agredidos. No sé si es auténtico o una broma armada, pero vale como disparador de estas reflexiones.

Digamos que si esto sucediese por estas latitudes sería motivo de interpelaciones parlamentarias y fogatas en las redes. Ni que hablar que el doctor Salles no podría haber desarrollado su show de la rambla con total libertad e impunidad. Lo descrito -falso o verdadero- es sin dudas un exceso y una situación inconcebible en un país democrático, pero da para pensar: ¿no es violencia circular sin tapaboca en un espacio colectivo en estos tiempos de pandemia? ¿No es agredir a los que sí lo llevan? ¿El bien colectivo tiene defensa cuando integrantes de una sociedad no asumen una conducta responsable y amenazan al resto de la comunidad?

En más de una ocasión yo le he solicitado a un semejante que se pusiera el tapaboca estando en un espacio público. Esas personas por lo general se sorprendieron ante mi reclamo y alguno hasta reaccionó de mala manera. Eso me sucedió porque yo no fui complaciente con el otro que no respetaba los carteles del local recomendando el uso del tapaboca. Y ese es el meollo del asunto: ser o no complaciente ante alguien que por descuido o propia voluntad contraviene una norma de convivencia. Eso también incluye a muchos jóvenes que con inconsciencia o indiferencia con el entorno circulan sin tapaboca. Su actitud también es culpa de los otros que toleran esas conductas.

Lo anterior me hace pensar que este rebrote incontrolable de los contagiados no pasa solo por la fatalidad o la aparición de la temible cepa brasileña y alguna otra que recién se detecta. La libertad responsable no significa lo mismo para todos. Hay quienes la entienden y actúan en consecuencia y otros que la adaptan y ejercen a su real gana.

Lo sucedido en el 8M es una muestra elocuente del divorcio entre dos concepciones de la realidad. Por un lado quienes manifestaron y ocuparon nuestra principal avenida sin preocuparse de nada salvo agitar y exigir sin considerar las consecuencias y por otro los que con asombro vimos en los informativos en vivo -hasta que los dejaron trasmitir- la ausencia total de precauciones para circular sin distanciamiento.

En este caso los complacientes fueron los medios que difundieron la movilización con respeto y simpatía, pero sin condenar la actitud irresponsable de la masa enardecida. Fueron complacientes las autoridades expresamente encargadas de impedir, disuadir y disolver las aglomeraciones. No se pide accionar como ese guardia del shop-ping, pero al menos que quienes están encargados del control de esas situaciones den la cara y expliquen por qué no intervinieron. Y eso se aplica también a las tamborileadas en el barrio sur, a las fiestas clandestinas y a un sinnúmero de situaciones en las cuales la aglomeración tiene vía libre.

Lo que surge de estas situaciones es la sensación que cuando el país iba sobrellevando la pandemia con éxito y controlando los casos, la complacencia y los complacientes se sintieron habilitados a celebrar, una vez más, nuestra condición de excepcionales. El mundo nos admiraba y éramos el ejemplo. Sin embargo, lejos de ser esa una actitud realista fue un exceso de optimismo, inmodestia y poca atención a lo que sucedía al norte de nuestra idílica penillanura.

Hoy está claro que la secuencia fue: al principio miedo a lo desconocido, propuestas de reclusión total por parte de la oposición, negativa a esto del gobierno y susto general. Luego, un lento regreso a la actividad y la novedad del comité científico asesorando a la política. La libertad responsable triunfaba, los colores del mapa eran propicios y la principal amenaza parecía ubicarse en la frontera seca. Se mentaron las famosas perillas que se movían y ajustaban en función de los hechos del día a día siempre con catorce días de atraso. Con ese panorama, el gobierno elogiaba la actitud de la gente.

Ahora sabemos que más allá de las medidas que se toman, con avances y retrocesos, todo depende de esa gente antes elogiada. Se han comprobado más de 6.000 focos intrafamiliares en los contagios. Se pasó del quedate en casa al quedate en tu burbuja. No somos para nada excepcionales y en el momento que escribo esto Uruguay es el tercer país en el mundo en contagios diarios cada cien mil habitantes, solo detrás de Hungría y Jordania.

Esos son datos que sepultan la idea de que somos unos fenómenos enfrentando la pandemia. Por empezar porque todavía no entendimos de qué va en el fondo todo esto.

Es hora de dejar la autocomplacencia y enfrentar los hechos: por más que el gobierno tome medidas, la gente es la responsable en cumplir con lo que se le pide. La percepción generalizada de que con las vacunas empieza la salida se da contra la pared de los que, por las razones que sean -hasta ahora no explicadas- se niegan a vacunarse.

Otra vez, la brecha se instala entre dos grupos contrapuestos y eso replica lo que pasa en otros temas de nuestra realidad. Pero lo que importa es lo que sucede aquí y ahora. Si realmente no tomamos conciencia de lo que se vive, no vamos a salir de este atolladero por más que se vacune y vacune.

Cuánto más circula el virus más veces puede mutar y más comprometidos estamos, en especial por la falta de camas en los CTI y de personal idóneo que las atienda. El tiempo de los complacientes se terminó.

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