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Butch Cassidy y la tinta verde

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Hugo Burel
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La modalidad del robo a cajeros automáticos mediante su explosión tiene un señalado comienzo en el país: el 30 de octubre de 2017 una garrafa de supergás, una manguera de 15 metros y un dispositivo eléctrico que produce chispas fueron los implementos utilizados por una banda que hizo estallar el cajero automático ubicado dentro del supermercado de Chucarro y Pagola, en pleno barrio de Pocitos. Fue la primera noticia sobre una forma de delito que desde hace tiempo opera en Argentina, Brasil y Chile, pero que se inició más de 17 años atrás en Italia. A partir de ahí, el flagelo se extendió a otros países de Europa y cuatro años después se habían registrado al menos 200 casos de voladuras. Las explosiones de los cajeros sorprendieron a la policía australiana en 2008, a la brasileña en 2010 y la chilena en 2014. Para entonces, en Argentina y Paraguay ya eran comunes este tipo de asaltos. La suerte que hemos tenido es que, como tantas otras cosas, el ataque a los cajeros tardó más de tres lustros en llegar a Uruguay. En febrero de este año sumaban trece los destruidos y robados. Hoy son muchos más porque esta actividad delictiva encuentra terreno fértil en un país cuyo principal problema es la seguridad.

Por lo que indica la experiencia internacional, instalar un sistema de entintado de billetes que funciona simultáneamente con la explosión, parece ser la única solución que existe hoy para desalentar los robos. La gran novedad es que el Banco Central ha autorizado que los billetes sean marcados con tinta verde en vez de roja —como se hacía hasta ahora— porque ese color se adhiere mejor al papel. A su vez ha otorgado a las instituciones bancarias un plazo de un mes para que habiliten el entintado en sus cajeros. Pese al color verde, no hay esperanza alguna de encontrar un método mejor para evitar que los cajeros exploten.

Bien mirado el asunto, la medida del entintado para inhabilitar la circulación de los billetes robados es una solución hija de la barbarie que la origina. La lógica es la siguiente: el delincuente destruye el cajero, los billetes que recoge están manchados, ergo no le sirven. Esa respuesta cromática resuelve el perjuicio del robo pero no las demás consecuencias de la destrucción del cajero, un artefacto clave para la vida de las personas. La posibilidad de obtener billetes para el gasto diario y mantener el resto al recaudo de una cuenta bancaria, se esfuma. Poder cobrar una jubilación, sin tener que concurrir al banco o a la Caja de Jubilaciones, queda vedado si el cajero del barrio no existe porque lo reventaron. Ni que hablar del pago de sueldos que, en el esquema de la bancarización, son depositados para que estén disponibles en la red de cajeros. Todo eso, sin contar el perjuicio para los turistas, que no pueden retirar el dinero que podrían gastar en el país. La destrucción de un cajero frena la economía y una rutina de operaciones vitales para la gente común.

Se sabe que en Uruguay hay 400 cajeros automáticos repartidos por el territorio. Un cajero ya no es un lugar seguro, no solo porque explotan sino porque afuera los delincuentes te esperan para robarte. El ataque que padecen nos coloca, además, en un escenario de retroceso y atraso. Es como si en una época anterior se hubieran destruido aquellos buzones de Correo que había en muchas esquinas de las ciudades.

Como en tantos otros temas, frente a la voladura de cajeros las autoridades responden con estrategias defensivas ante la agresión y la violencia. Si únicamente el entintado es la respuesta, todo queda sujeto al albur del asalto y la destrucción y a la voluntad de las instituciones que administran los cajeros para reponerlos cada vez. Las mamparas de los taxis, el pago con tarjeta en estaciones de servicio para evitar copamientos, o el cambio del color de las luces de las emergencias móviles para no ser confundidas con patrulleros, parecen tener la misma lógica. Quizá sería bueno apelar al "pensamiento lateral" que proponía el profesor maltés Edward de Bono y generar propuestas alternativas que complementen la tinta verde. Pero eso es muy difícil para la mentalidad oficial dominante, conservadora y poco creativa.

A propósito de todo esto, en el film Butch Cassidy, aquel entrañable western dirigido por George Roy Hill en 1969, hay una escena comparable a nuestro presente de explosiones en los cajeros automáticos que nos coloca en la época del lejano oeste. La banda que comanda el forajido Cassidy —que encarnaba Paul Newman— detiene un tren en medio de la llanura y dinamita la caja fuerte que viaja en uno de los vagones. La carga de explosivos que usan es tan poderosa que hace volar por los aires al vagón y a la caja, pero también a los miles de billetes de Banco que pretendían robar. Arrastrado por el viento, el botín se dispersa por el campo y los maleantes se lo pierden. Esa imagen —volví a ver la película hace poco— me hizo pensar en una alternativa para el entintado. Imaginé un gran ventilador instalado en el cajero que dispersase los billetes para llevarlos lejos de los ladrones. A eso le agregué una calle tapizada de retratos de Juana de Ibarbourou y peatones agachados recogiéndolos con solícita amabilidad para devolverlos al Banco.

Por supuesto que la anterior es una imagen imposible y surrealista, pero no mayor en su absurdo que la de los billetes teñidos para invalidar su circulación. La siguiente posibilidad más delirante aún, pero de una lógica de hierro, sería prohibir el uso y la venta de garrafas.

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