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Prácticas del siglo XIX

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HERNÁN SORHUET GELÓS
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Desde hace mucho tiempo las cacerías de ballenas han impactado negativamente en la opinión pública.

Son majestuosos mamíferos marinos que provocan gran admiración cada vez que se los observa, y también, la lógica indignación cuando se los mata de forma brutal.

De todas las razones que existen para oponernos a estas prácticas y asegurar su conservación, ésta es la menos relevante porque la disminución de sus poblaciones -y desde luego la extinción- tienen consecuencias profundas en el deterioro de los océanos y, por lo tanto, en la calidad de la biosfera. Existe una vieja tradición de caza en muchos pueblos -especialmente del hemisferio norte- como fuente de alimento, pero el problema real radica en que además se transformó en un lucrativo negocio.

A medida que la tecnología avanzó, las capturas fueron más sencillas, efectivas y masivas. El problema adquirió tales proporciones que en 1946 se creó la Comisión Ballenera Internacional (CBI) con el fin de impedir la desaparición de la mayoría de las especies. Nuclea a 88 países, incluido Uruguay.

En 1986 comenzó una moratoria de caza, aunque algunos países continuaron capturando cetáceos como Noruega, Japón, Islandia, Groenlandia/Dinamarca y Corea del Sur. Argumentan que es posible una extracción sostenible, y que el consumo de carne de ballena forma parte de las costumbres de algunos pueblos autóctonos.

La novedad ocurrió en diciembre del año pasado cuando Japón anunció su retiro de la CBI debido a que no le autorizaron las cuotas de caza que pretendía; reconociendo por primera vez que es con fines comerciales.

En este aspecto lo que hay que decir es que el conocimiento científico demuestra que la cacería de ballenas es una actividad insostenible, y que, además de conducir más rápido o más lento a la extinción de las distintas especies, contribuye a agravar la situación de deterioro que experimentan los océanos.

Pero el tema es más complejo de lo que parece. Como puntualiza Rodrigo García de la Organización Conservación de Cetáceos (OCC) de Uruguay, a pesar de lo que se piensa, la caza no es el problema más grave que enfrentan las ballenas y delfines.

En el primer lugar coloca a la contaminación de los mares con metales pesados -como el mercurio- derivados de las industrias y del agro, porque son invisibles, inodoros, incoloros e “inmortales” -ya que ingresan en el organismo de los mamíferos marinos y grandes peces y allí quedan, transfiriéndose por la cadena alimentaria. Luego viene la sobre pesca mundial, caracterizada por una pesca industrial que realiza descartes masivos, y desde luego por las capturas ilegales. Y también incluye en el podio la presencia de las llamadas “redes fantasmas”, que son liberadas, desplegadas, descartadas por muchas partes (su degradación es lentísima) y que llegan a representar el 25% de los plásticos que contaminan los océanos de todo el mundo.

El hecho de que nos sintamos bastante alejados de la realidad y de los problemas que aquejan a los océanos, no debería disminuir nuestra preocupación por su “salud”. Al contrario, vivimos en un planeta que debimos llamar “agua” en lugar de “tierra”; y lo que ocurre en los mares condiciona nuestro presente y futuro.

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