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Es posible

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No alcanza con lograr la aceptación generalizada del concepto de desarrollo sostenible como la dirección correcta a seguir por las naciones del mundo, para construir una sociedad más justa, equilibrada y viable. Este paso debe ir acompañado de otros, como por ejemplo la introducción de cambios significativos en los criterios a utilizar para realizar los diagnósticos, diseñar las políticas y proponer las estrategias, que hagan posible algo todavía muy lejano, como lo es posibilitar el desarrollo social y económico de todos los pueblos.

Algo que solo puede ocurrir si no se destruye la base ecosistémica de las regiones donde se lleva adelante el proyecto social. ¿Por qué colocamos este énfasis? Es que está plenamente demostrado que el modelo actual de desarrollo no es sostenible, por la sencilla razón que está basado en criterios exclusivamente económicos, sin tomar en cuenta los sociales, los culturales y los ambientales. La miopía alcanza límites muy preocupantes, al punto que ni siquiera se toman en serio las advertencias realizadas por el mundo científico. Es por ello que a la "prospectiva" ambiental le asignamos una importancia de primer orden. Se trata de un área que abarca a todas las demás y que incide en ellas de manera incuestionable. En otras palabras, su plena consideración constituye una garantía de sensatez, de sentido común y, desde luego, de responsabilidad con el presente y futuro de la gente. Coincidimos con Leff cuando dice que en el mundo actual la realidad ha sido sustituida por modelos que simulan la realidad. De esa ficción es imposible que podamos extraer conclusiones acertadas pues, a la primera contradicción, en lugar de cuestionar el modelo diseñado, se insiste en incorporar nuevos artificios hasta forzar a la realidad a justificar el modelo.

Por ello nos acostumbramos a hablar de capital natural, capital humano, capital económico, capital cultural, cuando la vida nos enseña cada día que la realidad es mucho más que esa concepción reduccionista. Por lo tanto, exige una perspectiva amplia, capaz de ver el bosque y también el árbol, de valorar todas las formas de conocimiento sin dar cabida a prejuicios nacidos de posturas dogmáticas, muy prestas a descalificar la sabiduría empírica de los pueblos. Corren tiempos caracterizados por grandes contradicciones. Por un lado, la ciencia y la tecnología le permiten a la humanidad dar pasos gigantescos en su afán por vivir mejor. Nunca antes en la historia del Homo sapiens el conocimiento ha llegado a tantas personas, elevando exponencialmente el nivel de acierto de sus decisiones. Pero, al mismo tiempo, asusta comprobar como los niveles de poder, donde se toman las grandes decisiones, desestima muy campante el principio precautorio, basado en la razón del juicio preventivo ante el riesgo. Lo hemos visto en temas muy polémicos como el uso pacífico de la energía nuclear, la utilización de transgénicos para la alimentación, o la adopción de medidas mucho más restrictivas en las emisiones de gases de invernadero por parte de los principales contaminantes de la atmósfera terrestre.

En esos casos, el principio precautorio que debería ser de aplicación indiscutible, no ha pasado de ser un juicio moral marginal para los tomadores de decisiones. Continúa imponiéndose el interés personal o corporativo al general. Y eso tiene un precio que se paga desde hace tiempo. Pero a medida que progresa el conocimiento tecnológico también crece la capacidad humana de modificar sistemas esenciales de los ecosistemas, de los biomas y hasta de la propia biosfera. Si a esta consideración le agregamos otro factor de alto impacto como lo es el crecimiento de la población mundial, resulta fácil concluir que mientras algunos ganan tiempo reclamando certezas científicas para modificar modelos insostenibles, el resto debe prepararse para un mañana mucho más difícil e incierto.

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