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HERNÁN SORHUET GELÓS
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No es necesario estar en año de elecciones para disfrutar de muchas referencias y discursos de los denominados “políticamente correctos”, en los cuales se hacen precisiones sobre la necesidad de alcanzar un desarrollo sustentable, justo (sin exclusiones), equitativo y capaz de promover una mejor calidad de vida de la población.

El tema está instalado en las agendas políticas, gubernamentales, empresariales y civiles. Pero si nos remitimos a las acciones constatamos que la gran mayoría continúan yendo por otras sendas, ajustándose con comodidad a la legítima búsqueda de la mejor rentabilidad posible, a la captura de inversiones rápidas y al beneficio corporativo sin importar tanto los efectos colaterales.

Si hablamos de un privado es muy comprensible esta postura. Pero cuando se trata del gobierno no lo es, porque esas personas están allí en representación de la ciudadanía, quien les confió la conducción de los destinos del país por cinco años, con la esperanza que priorizaran el bien general sobre el particular. Basta observar lo que está ocurriendo con la inexplicable conducta del gobierno ante el proyecto de UMP2.

El concepto de mantener los ecosistemas sanos y saludables es equiparable al de la salud de las personas. No es posible hablar de calidad de vida si se descuida la salud, o si se permiten condiciones ambientales sabidamente adversas y perjudiciales.

Si echamos una mirada planetaria se puede decir que nuestro hogar comienza a sentirse algo estrecho para una humanidad en permanente expansión, ávida por mejorar la calidad de vida de las personas y, al mismo tiempo, confiada en que la ciencia y la tecnología solucionarán cualquier problema serio que se presente.

Si la mirada es local, constatamos otro tanto. No es casualidad que a grandes rasgos el sistema político reacciona de la misma manera, con una confianza infundada en que puede diferir, postergar el cambio de postura proactiva, manteniendo la vieja receta que en tantos problemas nos ha metido. Cada gobierno, cuando asume sus responsabilidades se encuentra con realidades socioeconómicas que no parecen darle mucho margen de acción. Es lógico comprender que las urgencias suelan desplazar a las mejores decisiones.

Esta experiencia quizás sea la mejor explicación de por qué estamos bien acostumbrados a que las promesas de campaña resulten muy difusas y generales. Cuando llega la hora de gobernar, de tomar decisiones profundas, difíciles y trascendentales capaces de redireccionar el rumbo hacia la sustentabilidad y la aplicación de planificaciones de largo plazo, surgen una y mil razones para hacer otra cosa. El resultado inevitable de este desvío en las estrategias de desarrollo de los países es la profundización de la huella ecológica de los pueblos, comprometiendo sus futuros.

Somos un país sin población, agroproductor, sin industrias importantes pero con niveles elevados de contaminación de los cursos y espejos de agua, erosión de sus suelos y costas, superficies enormes dedicadas a los monocultivos, con una rica biodiversidad protegida en los papeles pero no en los hechos. ¿Cuánto más hay que esperar para instalar una gestión inteligente y largoplacista, basada en la equidad y la conservación?

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