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Todo tiene explicación

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Hernán Sorhuet Gelós
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El paso del tiempo suele ayudarnos a ver con mayor claridad el alcance de muchas decisiones que se toman desde el gobierno.

En su momento nos sumamos al grupo de organizaciones y personas muy preocupadas por la decisión de trasladarle a la Presidencia potestades y responsabilidades en el terreno de la administración ambiental del país.

Era evidente que la intención estaba dirigida a impedir que nadie se interpusiera con lo que el primer mandatario quisiera hacer.

Recordemos cuando se inventó la Secretaría Nacional de Ambiente, Agua y Cambio Climático en la órbita de la Presidencia de la República.

Se trata de una oficina capaz de tomar decisiones en áreas estratégicas, sorteando las legítimas potestades del Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente, de otras secretarías de Estado y, también de los gobiernos departamentales. ¿Por qué hacerlo? Porque con esa movida se anula —entre otros— el control parlamentario, verdadera garantía en cualquier república que goce de buena salud, para que las decisiones importantes (aquellas que afectan a la población) estén precedidas de estudios, análisis, discusiones y otras instancias, como por ejemplo que esos asuntos previamente tomen debido estado público.

Cuando se creó el ministerio hace ya 27 años, era evidente que debió ser una cartera exclusiva para asuntos ambientales. Pero justo es decir que en esa época constituyó todo un avance darle rango ministerial a este tema clave del desarrollo nacional.

El tiempo pasó y en lugar de ocurrir lo lógico, coherente y razonable que era modernizar y fortalecer al referido ministerio, el Gobierno creó una institución paralela, solapando jurisdicciones. El resultado solo podía ser uno: debilitar a la secretaría de Estado confiriéndole un poder adicional a la Presidencia, no previsto en las potestades asignadas por la Constitución de la República.

Durante la presidencia de Mujica, el verborrágico mandatario había expresado a los medios de comunicación su intención de trasladar la Dirección Nacional de Medio Ambiente a Presidencia, debido a su impaciencia ante la demora de ésta en analizar y opinar sobre el proyecto de megaminería que se intentaba llevar a cabo en Uruguay.

No tuvo ningún tacto en emitir su categórico mensaje de asegurarse de inmediato la firma del contrato con la empresa extrajera, para luego resolver cómo solucionar los aspectos legales en cuanto al cumplimiento del marco jurídico que regula esa actividad y el cuidado ambiental de los ecosistemas y sistemas involucrados en el proceso.

Resulta inevitable ver cierta similitud de la conducta oficial asumida en los últimos meses, que derivó en la firma de un documento con UPM para la instalación de la tercera gran fábrica productora de celulosa en el país, en total secretismo. La desesperación por concretar una gran inversión extranjera, sin importar lo que se da a cambio o lo que se compromete a largo plazo parece el común denominador en ambas instancias.

Aunque todavía se escuchan voces que responden a concepciones perimidas de los modelos de desarrollo admisibles en el país, esa miopía está siendo curada, con inquietante lentitud, con el peso del conocimiento científico-tecnológico de vanguardia y el sentido común.

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