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El desafío de las áreas protegidas

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HERNÁN SORHUET GELÓS
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En lo que va del presente siglo, la creación, diseño e implementación del Sistema Nacional de Áreas Protegidas (SNAP) fue uno de los principales logros ambientales alcanzados en el país, aunque la percepción de la gente seguramente relegue bastante su valoración.

El problema radica en que no hemos sabido jerarquizar a la diversidad biológica nacional como uno de los peldaños más sólidos de la construcción social. En este punto, tanto el sistema educativo como la divulgación institucional, la información periodística y el trasiego de opiniones en las redes sociales, no han hecho un buen trabajo. Para transmitir valores, para compartir objetivos hay que coincidir en algunos puntos de partida, entre los cuales consideramos básico la incorporación del valor patrimonial que tienen las especies y los ecosistemas propios de estas tierras. Es un pilar que favorece convenientemente la toma de decisiones políticas y las estrategias de participación social, enfocadas en modelos de desarrollo que rumbearán naturalmente hacia la sostenibilidad y la equidad. Las décadas han pasado desde las lejanas cumbres de Estocolmo y Río de Janeiro, y los hechos nos demuestran que aún estamos en etapas iniciales que debimos haber superado. Sobrevive la creencia falaz de que la economía se opone al cuidado ambiental, que la conservación nos aleja del desarrollo socioeconómico.

Ha costado muchísimo avanzar en la erradicación de que la prosperidad material (por ejemplo: cosecha sin fin de bienes ambientales) es un fin en sí mismo, capaz de moverse en forma independiente de la salud y homeostasis de los servicios ambientales.

La aceptación universal del concepto de sostenibilidad como visión guía hacia un mundo más justo, saludable y equilibrado, no ha logrado todavía erradicar esos prejuicios. Razón por la cual se siguen cosechando muchos más fracasos que logros en las cumbres mundiales.

El cambio de mentalidad a enderezar pasa necesariamente por lo racional y no por lo sentimental. Está claro que no podemos ignorar el mandato ético que nos impone la necesidad de asegurarle el mejor patrimonio natural posible a las generaciones futuras. Es la base de todo, de la calidad de vida de sus habitantes, de la productividad de sus ecosistemas, de la salud ambiental, del afianzamiento de identidades propias. Si nos detenemos en la política nacional del SNAP hay que subrayar que es una herramienta muy útil que necesita ser pulida, perfeccionada y, sobre todo aprovechada en todo su potencial. Porque además del cuidado ambiental que asegura, ofrece excelentes posibilidades para la promoción de los desarrollos socio-económico-culturales locales.

El primer paso es aprender a descubrir el potencial que atesora en sus entrañas. Algo que solo se logrará echando mano a los conocimientos empíricos y científicos, aprovechados de manera armónica y complementaria sus características, para sacar a la luz muchas de las potencialidades que aún no hemos descubierto en las áreas naturales protegidas. En esa aventura es evidente que los actores locales y las comunidades vecinas de las áreas seleccionadas, deben jugar un papel crucial, para darle una nueva dimensión al mejor aprovechamiento de la estructura y el funcionamiento de nuestros ecosistemas.

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