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El tiempo pasa y seguimos sin resolver qué hacer con los derechos de los pueblos originarios y sus tierras tradicionales.

El tiempo pasa y seguimos sin resolver qué hacer con los derechos de los pueblos originarios y sus tierras tradicionales.

El camino recorrido durante los últimos cincuenta años ha sido importante, sobresaliendo la labor realizada por organizaciones como la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN), líder en la discusión objetiva, racional y científica de estos temas que están plagados de prejuicios e intereses.

Cuando se inició con mucho entusiasmo la protección de áreas naturales de gran valor por su diversidad biológicas (ecosistemas, especies y genes), el criterio utilizado fue el “modelo Yellowstone” -el primer parque nacional del mundo. Consiste en asegurar la conservación de áreas silvestres deshabitadas, porque se consideraba que la presencia humana era un factor negativo para lograrlo.

Esto iba de la mano con una postura “colonialista”, propia de las comunidades dominantes en los países que se fueron definiendo como tales en los últimos dos siglos.

Cada gobierno aplicaba un modelo de desarrollo, con sus políticas y estrategias, pensadas en lograr la más amplia homogenización cultural posible; cuya síntesis más acabada se puede percibir en los símbolos nacionales (bandera, escudo, himno nacional).

Qué hacer con los pueblos originarios que habitan nuestros territorios fue -y sigue siendo- un dolor de cabeza.

Con el paso de las décadas, en el seno de la UICN, los intercambios de ideas entre expertos del más alto nivel técnico y representantes de las comunidades locales dieron sus frutos.

No solo era evidente el derecho ancestral que los pueblos originarios tienen sobre los ecosistemas que habitan desde hace siglos, sino que, además, se les reconoce un enorme valor a sus conocimientos tradicionales, fruto de esa estrecha interrelación evolutiva de seres humanos y el medio. Gracias a ello, los pueblos indígenas se fueron haciendo cada vez más visibles; dejando de ser solo parte del paisaje.

De hecho, aunque siempre le cuesta mucho reconocerlo al mundo científico y tecnológico, varios de los grandes éxitos de la farmacología y la agronomía se los debemos a la sabiduría ancestral de esos pueblos.

Desde hace más de tres décadas la UICN recomienda que se consulte de los pueblos originarios para la gestión de las áreas protegidas, lo cual destierra definitivamente aquella concepción idílica de áreas deshabitadas. En realidad, sabemos que el mayor éxito de estos manejos radica en que los principales protagonistas sean las comunidades locales. Nadie como ellas se involucrarán en aplicar los principios de la conservación, o sea, el uso sostenible de los recursos naturales; a veces exigiendo el mínimo impacto posible y otras permitiendo un aprovechamiento más integral. Pero estamos muy lejos de que esto sea una realidad, si bien existen varios instrumentos internacionales que reconocen esos derechos, en la práctica la comunidad dominante no permite el empoderamiento de las minorías.

Las dos principales razones son los intereses económicos, que siempre están en juego, y que pueblos tan diferentes no encajan en la meta de la homogenización cultural que persiguen los gobiernos y otros sectores de poder de nuestros países.

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Hernán Sorhuet Gelós

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