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Rousseau y la voluntad general

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HERNÁN BONILLA
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Quizá la idea más conocida y citada de Jean-Jacques Rousseau sea la de la “voluntad general”, en la particular forma en que la definió y aplicó.

A veces se discute si en realidad el concepto no fue acuñado primigeniamente por su contemporáneo Diderot, pero es indiscutible que hoy por hoy está asociado indisolublemente al pensamiento rousseauniano.

Nos explica Rousseau en El Contrato Social que la forma de organización política que requiere una sociedad se basa en la entrega de todos los derechos individuales, dado que al participar cada ciudadano en la formación de la “voluntad general” nada tiene que temer. Esta voluntad general, salvo casos excepcionales, es incorruptible y expresa los intereses rectos de todo el cuerpo, de forma que solo minorías desviadas pueden encontrarla injusta.

Afirma Rousseau: “Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, recibiendo a cada miembro como parte indivisible del todo.” Para nuestro autor, el ciudadano no necesita garantías de resguardo de sus derechos, como sostiene la doctrina liberal, porque serían superfluos o incluso trabas perniciosas para el correcto funcionamiento del orden social.

Sobre este particular aclara Rousseau: “Pero al no estar formado el soberano más que de los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener intereses contrarios a los suyos. Por tanto, el poder soberano no tiene ninguna necesidad de garantía con respecto a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a todos sus miembros […]. El soberano, por ser lo que es, es siempre lo que debe ser.”

No hay más verdad que la realidad para Rousseau y la expresión concreta de la voluntad general es la expresión recta de los intereses de la sociedad en su conjunto. Por si faltara aclarar algo, luego explica por qué es necesario que cada persona resigne sus derechos para entregarse a la voluntad general:

“Para que el pacto social no sea, pues, una vana fórmula, encierra tácitamente este compromiso, que solo puede dar fuerza a los restantes, y que consiste en que quien se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado por todo el cuerpo: lo que no significa sino que se lo obligará a ser libre, pues esta es la condición que garantiza de toda dependencia personal, al entregar a cada ciudadano a la patria”.

Si bien Rousseau entiende que la prudencia del Estado debería conducir a respetar que “todo hombre tiene por naturaleza derecho a todo aquello que le es necesario” también aclara que “el Estado es dueño, con respecto a sus miembros, de todos sus bienes por el contrato social”.

Ante la cuestión fundamental de cómo se dilucida este tema central, Rousseau se decanta claramente por el totalitarismo: “Se conviene en que todo lo que cada uno enajena mediante el pacto social de su poder, de sus bienes, de su libertad, es solamente la parte de todo aquello cuyo uso necesita la comunidad; pero es preciso aceptar también que solo el soberano es juez para determinar dicha necesidad”. Rousseau le escapa explícitamente a una definición de libertad, afirmando que “no entra dentro de mi tema”. Pero no quedan dudas de que su concepción del orden social es monstruosamente liberticida.

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