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Rousseau y la democracia

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HERNÁN BONILLA
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Jean Jacques Rousseau fue un autor a contracorriente de su tiempo, en buena medida reaccionario frente a los cambios sociales y económicos del siglo XVIII. Hoy vamos a detenernos en su particular concepto de democracia, que sigue teniendo explícita o implícitamente defensores y su choque frontal contra la democracia liberal, aún en su concepción más laxa.

Rousseau cuenta al comienzo del Contrato Social su objetivo: “Quiero averiguar si en el orden civil puede haber alguna norma de administración legítima y segura, tomando a los hombres tal y como son y a las leyes tal y como pueden ser.” Enseguida plantea su premisa: “El hombre nace libre y en todas partes se encuentra encadenado” dónde plasma su idea de que la sociedad moderna ha pervertido al hombre.

Más adelante va llegando a su solución: “Puesto que ningún hombre tiene una autoridad natural sobre sus semejantes, y puesto que la naturaleza no produce ningún derecho, sólo quedan las convenciones como único fundamento de toda autoridad legítima entre los hombres.” Rousseau desprecia el derecho natural y se basa en la convención, lo que será clave para sus conclusiones. Así llega a la idea del contrato social que responde a la cuestión de “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes”.

Este peregrinaje intelectual concluye en la célebre formula de la “voluntad general” que arguye le permite a cada persona conservar su libertad en la medida que entrega sus derechos a una voluntad de la que es partícipe: “Es decir, dándose cada uno a todos, no se da a nadie, y, como no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el derecho que se otorga sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde y más fuerza para conservar lo que se tiene.” Esto conlleva, por cierto, “que quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado por todo el cuerpo: lo que no significa sino que se le obligará a ser libre”.

Amén del oxímoron, queda claro que en el esquema de Rousseau la democracia desaparece, a lo que se suma su ataque a la democracia representativa, prefiriendo la directa, teniendo como modelo ideal a Esparta. La concepción del ginebrino es entonces profundamente antidemocrática al menos en los siguientes sentidos: i) Rechazo a la democracia representativa. ii) Negación de la división de poderes, innecesaria gracias a la voluntad general. iii) Desprecio a los derechos de la persona o las minorías que se aparten de la mayoría, que son sospechosos de las peores intenciones. iv) Entrega de todas las potestades a un Estado todopoderoso, en la medida que se presuponga que defiende el interés general. v) Justificación de los gobiernos totalitarios, en tanto se defiende la democracia ilimitada, en que la mayoría encarnando la voluntad general puede resolver sobre cualquier asunto.

El peligro de estas ideas es evidente, como dejó patente el siglo XX y algunos ejemplos en el XXI. Nos queda por ver sus consecuencias para los derechos humanos, que Rousseau negó explícitamente, lo que abordaremos, si el amable lector nos sigue, la próxima semana.

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