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La resignificación de la historia

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Por los vericuetos de cualquier intercambio de ideas, más temprano o más tarde, salta, agazapada, la historia. Aunque cada vez menos personas se interesan por ella y su desconocimiento alarma y explica mucho del presente, no deja de ser cierto que incide, machaconamente.

Por los vericuetos de cualquier intercambio de ideas, más temprano o más tarde, salta, agazapada, la historia. Aunque cada vez menos personas se interesan por ella y su desconocimiento alarma y explica mucho del presente, no deja de ser cierto que incide, machaconamente.

Otrora se decía que el Uruguay era un contraejemplo de la clásica sentencia “los vencedores son los que escriben la historia” ya que muchos de nuestros mayores historiadores fueron blancos en períodos de predominio colorado. Algo similar podría decirse respecto de la historia reciente. Mientras que los tupamaros introdujeron la violencia en la política nacional en los sesenta y son los padres de la última dictadura militar, sus fechorías se han transmutado, mitológicamente, en lucha por la democracia gracias a quienes escribieron sus relatos.

En la última década hay dos figuras que han tenido suertes opuestas: Rivera y Saravia. Mientras que el primero ha entrado en desgracia y cada vez se lo denuesta con mayor entusiasmo, Saravia ha cobrado una renovada y vigorosa vigencia.

Suerte curiosa la del conquistador de las Misiones, exaltado hasta el paroxismo por los historiadores oficialistas de la primera mitad del siglo XX, hoy sufre recurrentemente la ignominia de que lo intenten borrar del nomenclátor. No es que Don Frutos me resulte una figura simpática -más bien lo contrario- pero de allí a desconocer que con sus luces y sombras, como todo hombre público, es uno de los próceres de la Patria hay un abismo insalvable. Más aun cuando ese revisionismo inconducente viene desde del poder con visibles fines electorales.

Lo contrario ha ocurrido con Aparicio Saravia. Luego de la bala que lo hirió de muerte en Masoller, que desbandó la revolución más popular que conoció la República, su imagen permaneció en las penumbras durante un buen tiempo. Como expresión de rebeldía su recuerdo se encendió en la última dictadura pero especialmente a partir de tiempos bastantes recientes es que ha encontrado un lugar justo y merecido entre nuestros héroes nacionales.

Los blancos lo han puesto en sus banderas y el país lo reconoce por su lucha en favor de la democracia, los derechos del ciudadano y la pureza del sufragio, por la que dio la vida. No existe otra figura histórica en el Uruguay que reúna todos los años una marcha de miles de personas como las que peregrinan para homenajear a Saravia cada setiembre en Masoller. Saravia representa la máxima entrega por un ideal, tradición enraizada en la mejor historia del Partido Nacional, de la que hoy es su cara más visible.

La Historia, o en realidad sus reinterpretaciones y resignificaciones, a veces siguen derroteros curiosos. Después de todo, una nueva interpretación es la única forma en que se puede cambiar el pasado. En algunos casos con fundamento, como ocurrió con Saravia, en otros el giro de tuerca se pasa para el otro lado y termina siendo injusto, como ocurre con Rivera.

Queda por desentrañar si lo que ocurre es que la verdad finalmente se abre camino ante la porfía de los hombres, o que los intereses del presente tornasolan las fotos del pasado. En cualquier caso, no es un asunto desdeñable, porque de forma más o menos directa incide en nuestro Uruguay de hoy y sobre la batalla fundamental, que es la de las ideas.

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Hernán Bonilla

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