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Las vacunas tan deseadas

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hebert gatto
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Por estos días luego de una espera demasiado larga las vacunas llegarán al país. Se trata de una noticia que se hacía urgente y cuya tardanza empaña la buena performance que todos, gobierno incluído, 

tuvimos en los primeros tiempos de la pandemia, cuando, debido al buen comportamiento colectivo, fuimos el único espacio verde en un continente rojo intenso.

A comienzos de marzo, arribarán, según se pactó, las primeras dosis, esperanza firme de la gradual desaparición de la enfermedad. Un logro preventivo que de confirmarse exhibiría la robustez del avance científico obtenido por la humanidad en los últimos doscientos años. Alcanza pensar que hace menos de un siglo la gripe española no logró ser contenida y se extinguió por sí misma con resultados mucho más terroríficos que los actuales, pese a los más de dos millones de fallecidos que al momento se contabilizan.

Se ha anunciado, tanto aquí como en el resto del mundo, que las vacunas no serán obligatorias. Tan unánime decisión puede explicarse ya sea porque al no haber sido suficientemente testeadas estas no ofrecen seguridades o apelando a razones prudenciales, dadas las obvias dificultades de imponer medidas coactivas a más de siete mil quinientos millones de personas. También se ha argumentado que ningún estado de inspiración liberal podría forzar la inoculación, hacerlo supondría un inadmisibe atentado contra la autodeterminación de los ciudadanos.

Confieso que más allá de las dificultades prácticas y de los interrogantes que aún pueda suscitar la inocuidad de estas vacunas, no estoy totalmente convencido que su aplicación, si ambos obstáculos lograran superarse, deba ser indefinidamente facultativa. La negativa a vacunarse no es generalizable, menos aún en sectores críticos como la salud. En una democracia liberal cada uno tiene pleno derecho a su autonomía en tanto con ella no afecte el igual derecho de los demás. Quien no se vacune, ante esta u otras enfermedades, supone convertirse en un vector de contagio, no sólo para sí mismo, relativamente perdonable, sino para el resto de la sociedad. Una eventualidad que ninguna moral que se precie permite soportar. Por ello es claro que la permisividad no debe ser alentada sino disuadida.

Se ha informado asimismo, si bien algo imprecisamente, que con las dosis de marzo se inocularía primero al personal de la salud, luego a adultos mayores en residenciales y por último a los trabajadores de la educación. Parecería, que esa planificación, que desplaza de la prioridad a la generalidad de los adultos mayores, obedecería al propósito de mantener la presencialidad en esa área, probablemente para así estimular a sus funcionarios. Sin embargo, este criterio se aleja del hasta ahora enunciado, de proteger primero a quienes corren mayores riesgos de vida (cuerpos sanitarios y personas mayores.) Estos últimos, según la OMS, cinco o seis veces más expuestos. Admito que argumentar en este terreno me resulta ingrato ya que me alcanzan las generales de la ley, pero no puedo dejar de pensar que no existe un valor de mayor jerarquía que la vida ni que la escasísima mortalidad constatada entre el personal educativo justifique trastocar un orden ético universalmente consagrado.

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