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Uruguay y el delito

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Es notorio que nuestro país atraviesa una situación difícil, plagada de contrariedades políticas, dificultades económicas y una grave problemática delictiva que amenaza la convivencia de sus ciudadanos.

Es notorio que nuestro país atraviesa una situación difícil, plagada de contrariedades políticas, dificultades económicas y una grave problemática delictiva que amenaza la convivencia de sus ciudadanos.

Respecto a ella, y a iniciativa del senador Pablo Mieres, parecería que el Poder Ejecutivo estaría dispuesto a promover un acuerdo de todos los partidos para enfrentarla. En la misma dirección, y creo que en un sentido no excluyente, el senador Larrañaga adelantó un paquete de propuestas que bien podrían debatirse en ese ámbito para luego remitir el resultado al Parlamento. Entiendo que la búsqueda de políticas de Estado en esta particular materia resulta adecuada y debe apoyarse.

El asesinato en el lapso de pocos días de varios ciudadanos por el solo hecho de ser propietarios de una moto, manejar un taxi, o ser hincha de algún cuadro de fútbol, está mostrando una situación de descomposición donde las llagas de nuestra sociedad emergen a plena luz. Como consecuencia los uruguayos vivimos inmersos en un clima creciente de inseguridad que, generado por el notorio aumento de los índices de victimización, no depende, sin embargo, solo de ellos, ni ayuda al clima de serenidad con que estos problemas, vitales para todos, deben encararse. En ese sentido no es nuestro propósito adelantar sugerencias. Las mismas deberán ser materia de un análisis meditado por parte de los partícipes de este acuerdo, solicitando al efecto los pertinentes asesoramientos.

Quien revise los medios por estos días, se encontrará un demanda insistente pidiendo aumentar las penas y un mayor rigor, tanto en el ámbito policial como en el judicial, en lo que refiere a la investigación e individualización de los culpables. Por otro lado y desde sectores que preconizan un abordaje más ideológico del tema, se asegura que los delincuentes (lejos de aplicar la racionalidad en sus actos) no modifican su conducta por el presunto temor a la mayor dureza de los castigos, y que los cambios en la represión no han dado el resultado esperado en ningún lugar del mundo. Como no lo ha dado el gatillo fácil. Ello sin omitir que las sociedades del primer mundo tienen porcentajes de criminalidad bastante menores que las nuestras. Y esto con la notoria salvedad de los Estados Unidos, cuyos porcentajes de encarcelamiento y aplicación de la pena de muerte siguen escandalizando, sin obtener mayores éxitos en su lucha contra el crimen.

Lo cierto es que el debate entre la prevención por el cambio de las condiciones sociales que propician el delito o, desde la vereda opuesta, la mano dura y la eficacia represiva, es casi tan viejo como la misma civilización. Y estas encontradas visiones no siempre logran consensuarse totalmente. Quizás, con los debidos cuidados, la verdad se halle en el medio, sin dejar de considerar la naturaleza de la real emergencia que atraviesa una sociedad dadas las diversas velocidades con que cualquiera de estas dos estrategias cosechan resultados, las relaciones no siempre mecánicas entre las condiciones económicas generales y el delito, la importancia de políticas sociales urbanas adecuadamente localizadas, la preservación de las garantías democráticas y la generación de una educación, capaz en el mediano plazo, de difundir valores. De allí la importancia de la creación de este espacio que albergue políticas de Estado, tan despartidizadas como ello sea posible.

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Hebert Gatto

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