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Uruguay y Argentina

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hebert gatto
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En notas anteriores hemos insistido en un hecho parcialmente desapercibido: el gobierno electo deberá desarrollar su gestión en una sociedad culturalmente hegemonizada por el Frente Amplio, un partido que durante años internalizó en la población, para su beneficio, valores, prácticas y actitudes. Nos referimos a la incorporación de estímulos, muchos de ellas inconscientes, que inducen o inhiben rechazos y adhesiones. Tanto personales como grupales. Quince años de gobierno le han permitido a la izquierda, inspirándose en Gramsci, inculcar predisposiciones sólo indirectamente políticas. Un fenómeno que en la Argentina, tiene tres cuartos de siglos y en Uruguay tres quinquenios ininterrumpidos.

La diferencia es que aquí se va una izquierda derrotada en la urnas y en la Argentina otra de ellas regresa victoriosa. Su común denominador es que ambos países se encuentran sometidos a una similar constante cultural, confesamente populista de un lado del Plata, cuasi populista en esta banda, pero con parecidos efectos en uno y otro lado: la declinación silente pero acusada del estado de derecho mediante la degradación de sus instituciones. En Argentina, Alberto y Cristina Fernández, prometen reeditar el último gobierno peronista entre los varios que se sucedieron. Algunos semi fascistas, otros proteccionistas, unos pocos libre cambistas, desde N. Kirchner con veleidades y giros a la izquierda. Todos contestes que gobernar es levantar un líder capaz de encuadrar a las masas para derrotar, movilización social mediante, a las oligarquías, al poder mediático y a la justicia corrupta. La tríada liberal tradicional que, según argumentan, cierra el paso a la equidad social.

En el Uruguay, electoralmente derrotado, el Frente se retira con sus huestes en orden, convencido que sus gobiernos han transformado al país y su vuelta inminente. En ambos países, populistas y semi populistas, ganadores o perdedores, no ignoran que la estructura cultural del país les es afín. Con ella los peronistas planean un gobierno de largo plazo, y los frentistas su rápido retorno al poder. Razón por la cual, para la oposición, revitalizar la democracia liberal es más que una tarea política.

Constanza Moreira ha expresado en un libro reciente que merece lectura (1), que Evo Morales, Hugo Chávez, Lula Da Silva, Rafael Correa, Cristina y Néstor Kirchner y José Mujica, fueron líderes demiúrgicos. “Los constructores de un (nuevo) orden”, los príncipes “que espantarían a cualquier liberal que se precie de tal”. Su acción no prosperaría sin su personalización, por ello son indispensables. “Evo, Mujica, Lula -dice-, fueron tribunos de la plebe que se convirtieron en príncipes”. Cita a Maquiavelo “el príncipe necesita vivir con el mismo pueblo, pero no con los mismos nobles, pudiendo hacer y deshacer nobles y quitarles o darles su elevada posición según le plazca” Sólo la hegemonía de la izquierda autoriza estos relatos tan contrarios a la neutralidad del estado.

Aquí y allá, con Constanza o sin ella. Porque en ambas orillas lidiamos con la misma enfermedad del siglo XXI: la desertización ideológica, el personalismo, el rechazo a las instituciones y la fobia al liberalismo.

“Tiempos de Democracia Plebeya”; Banda Oriental, Montevideo, 2019

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