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El terror islámico

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HEBERT GATTO
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El pasado 16 de octubre, Samuel Paty, al alejarse de la escuela secundaria donde prestaba funciones fue interpelado por un joven checheno musulmán, de 18 años que marchaba tras él, quien, sin proemios le infirió una puñalada en el cuello.

A continuación, profundizando la herida, separó la cabeza del cuerpo, los fotografió, y envió el resultado al Presidente francés, “jefe de los infieles”, advirtiéndole que así morían los “perros” que irrespetan a Mahoma.

Este crimen tiene viejos antecedentes y una historia inmediata que amplifica sus consecuencias. Días antes el profesor Paty, enseñando a sus alumnos los alcances de la “libertad de expresión”, la ejemplificó con reproducciones de las caricaturas del Profeta efectuadas en el 2002 en Dinamarca. Las mismas que en el 2015, retomadas por “Charlie Hebdo”, un semanario satírico francés, generaron, como se recordará, una vengativa réplica por parte de grupos islamitas, así caracterizados por pretender imponer el Islam mediante el terror.

El saldo, doce asesinatos y once heridos, entre los primeros, la mayoría de los redactores del semanario. Posteriormente, en un clima de enfrentamiento e intransigencia, la escalada se prolongó con la muerte de cuatro policías y varios ataques individuales, hechos que motivaron el masivo repudio de la sociedad francesa.

Al tratar de explicar estos sucesos, debe señalarse que ocurren en Francia, una nación con algo menos de seis millones de inmigrantes musulmanes -9% de su población total- muchos nacidos en ese país. Menos olvidar que esta población mantiene, aquí y en el resto de Europa con más de veinticinco millones, características comunes. Viven en los suburbios o en barrios céntricos guetizados abandonados por sus habitantes originales, están mal integrados, o bien porque son rechazados o porque rehúsan hacerlo, aferrados a su cultura y religión o a una versión de la misma. Adicionalmente, sufren una tasa de pobreza, marginación y paro mayor que la de sus vecinos “nativos”.

Sin omitir que el islamismo es solo una pequeña parte del Islam, aun cuando esté en crecimiento y sea la fracción que al presente amenaza a Europa. Ni restar importancia al colonialismo que azotó al mundo musulmán durante los siglos XIX y XX, ni a la actual xenofobia occidental. Lo cual aporta factores, se aduce, que explicarían su reacción frente a los países de acogida. Pero explicar no implica justificar. Del igual modo que si la agresión islamista pueda dar causas del mal trato a los inmigrantes, no la justifica.

Sabido es que el terrorismo islamita no se manifiesta únicamente en Francia. Es ocioso recordar que atentados similares, inspirados en la idea de instaurar un orden islámico mundial, han ocurrido en España, Reino Unido, Polonia, Dinamarca, Argentina, etc. y que Estados Unidos, sufrió en el 2001 el paradigma de todos ellos. Esto sin detenernos en el intento de reestablecer el Califato en Siria e Irak o en los escalofriantes ataques masivos ocurridos por el intento, como primer paso, de islamizar completamente a varios estados musulmanes.

Recordemos que para el Islam en su conjunto, como ilustra Irán o Arabia Saudita, estado, religión y sociedad, constituyen una unidad indisoluble. Esto, sumado a la guerra contra el infiel, lo enfatiza el islamismo del egipcio Hasan-al-Banna que, con la posterior contribución de su compatriota Sayyid Qutb, fundó en 1928 el Movimiento de los Hermanos Musulmanes bajo la divisa antimodernizadora de: “Alá es nuestra meta. El Profeta es nuestro jefe. El Corán es nuestra ley. La yihad nuestra senda. Morir buscando a Alá es nuestra esperanza”.

Es esta tendencia totalitaria, no original, aunque no sea única ni mayoritaria, la que se impone en el Islam e induce reacciones como las que vive Francia. Se ha considerado, incluso en Uruguay, que las mismas resultan excesivas o teatrales y que las caricaturas de Mahoma a nadie divierten al paso que hieren gratuitamente la sensibilidad de una religión universal, practicada por millones de seres. Con la paradoja de considerar responsables del terrorismo a quienes lo sufren.

Quienes así lo hacen no asumen que muy distinto es describir serios defectos en el trato histórico a los países musulmanes e incluso repudiar una creciente xenofobia europea, y otra inferir que ella genera el terrorismo. Un indiscriminado e imprevisible ataque a inocentes para así promover resultados fanáticamente perseguidos, absolutamente ajenos a las víctimas.

Es seguro que en este caso, ironizar la trascendencia del Profeta implica para sus adeptos, reacciones de dolor y desconcierto. Sin embargo, como bien dice el maestro argentino Ernesto Garzón Valdez: lo relevante no es solamente la vivencia de una situación injusta sino la forma como sus afectados reaccionan ante ella, el comportamiento elegido para enfrentarla. El terrorismo se define por la intención que lo motiva. Cuando este, como aquí es el caso, consiste en la violación de derechos de inocentes, la agresión, aún si tutelara un bien defendible, se vuelve moralmente injustificable. Tal el caso ejemplar en 1945, del uso de la bomba nuclear.

Mantener como principio irreversible la libertad de conciencia y crítica y la de enseñanza y cátedra, no autoriza a discriminar sus manifestaciones, tal Dios sí, tal no, por aquí puedes expresarte, por allá no, sino consagrarlas en toda su extensión, sin perjuicio que cuando sean mal usadas puedan generar responsabilidades. Morales o jurídicas. Lo mismo ocurre con el humor o la ironía, que pueden emplearse con infinidad de propósitos, motivando risas, silencios o repudios. La propia Biblia sabe reírse de Dios.

El problema es que cuando se los prohíbe, como aquí se lo consagra bajo pena de muerte, impiden visualizar el contenido del objeto ironizado o encubren, bajo una personificación trascendente, actitudes totalitarias o comportamientos criminales, grupales o individuales. Menos todavía, la historia del Islam, legitima, como se argumenta, sacralidades intangibles, religiosas o políticas, o la imposición a su religión asesinando inocentes como penalidad para los renuentes.

Tal lenidad interpretativa en pleno siglo XXI y en nuestra cultura, es consecuencia de un relativismo moral pertinaz, negador del liberalismo, la tolerancia y el humanismo.

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