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La Socialdemocracia

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A juzgar por el número de sus partidos la socialdemocracia parece ofrecer una visión política definida. Aún cuando, negando sus aspiraciones originales, es probable que su sobrevida se fundamente en el fracaso histórico del socialismo como modelo socioeconómico.

A juzgar por el número de sus partidos la socialdemocracia parece ofrecer una visión política definida. Aún cuando, negando sus aspiraciones originales, es probable que su sobrevida se fundamente en el fracaso histórico del socialismo como modelo socioeconómico.

Cuando en 1875, inaugurando esta corriente, se creó el Partido Social Demócrata Alemán, ya en sus comienzos se le planteó una dificultad que para siempre perseguiría a la izquierda. ¿El socialismo requería una revolución o bastaba con reformas paulatinas, sin sobresaltos? Eduard Bernstein, el primer revisionista, aún declarándose socialista, argumentó que tal como ocurría con la propia práctica del partido, el poder podía conquistarse con el voto a través de transformaciones económicas graduales que captaran a las clases medias, sin necesidad, como preveía Marx, de asaltar al estado. Pero el rechazo de sus tesis, que inició una larga polémica, devino abrumador. La socialdemocracia -se proclamó-, lucha por el socialismo, éste no se alcanza con parlamentos y supone el derrocamiento del capitalismo, aún con violencia. Una declaración ratificada en 1903 por la II Internacional, fiel a Marx y a la revolución.

Cuando arrasando el equilibrio europeo llegó la primera guerra los socialdemócratas la apoyaron. Aún cuando, sin desearla, facilitaran la revolución bolchevique, al decir de Lenin, el único socialismo posible. Como consecuencia, la II Internacional fue disuelta en 1916. Prontamente reconstruida por ambas facciones, los socialdemócratas se enfrentaron a los comunistas, centrados en su dictadura proletaria, y si bien mantuvieron un discurso obrerista, apelaron a una práctica parlamentaria que engrandeció sus partidos. Pese a que la pugna, que dividió a la izquierda, abrió pasó al fascismo. Por su lado, en el norte los socialdemócratas escandinavos se consolidaron, sin insistir en nacionalizaciones; para ellos, buenos pragmáticos, lo importante era la igualdad social, no la propiedad de los medios. Al tiempo que en Inglaterra, Beveridge, un aristócrata anglicano, adelantaba políticas sociales públicas y preparaba la llegada de Keynes y su impar descubrimiento de 1936: la economía capitalista no tiende al equilibrio, como pensaban los clásicos y la intervención contra cíclica del estado resulta un imperativo. Un elixir gradualista para los laboristas británicos.

Veinticinco años más tarde, sin que nada se hubiera aprendido, nuevamente estalló la guerra. Alemania nazi recompuso su economía mediante el totalitarismo, el armamentismo y el dirigismo, mostrando que el liberalismo económico no calzaba con los tiempos. La Unión Soviética de Stalin sostuvo el conflicto, pero no apeló a la revolución para motivarse, sino al Zar Iván el Terrible, al nacionalismo de Pedro el Grande y a la lucha patriótica contra Napoleón. Al tiempo sus tanques acreditaron que el comunismo soviético podía ser un buen modernizador, aunque desconociera la democracia y apelara a la Rusia inmortal. Los socialdemócratas continentales, diezmados, asumieron el momento, adoptaron a Keynes y contraponiéndose al terrorismo estalinista, reafirmaron la democracia sin abandonar su clasismo. La pugna, reforma y revolución aunque enconada, no trascendía los límites del marxismo y el socialismo continuaba siendo una propuesta común.

Derrotado el fascismo, se desató la “guerra fría”. Europa, Plan Marshall mediante, lame sus heridas y recupera su crecimiento. Los socialdemócratas refundan su Internacional y en 1951 y mediante el “estado de bienestar” inauguran su época de oro, sus mejores treinta años. En Bad Godesberg en 1959, los alemanes, en la vanguardia, desechan por fin al marxismo y transforman su partido en un gran movimiento pluriclasista, pro occidental y políticamente liberal. Lo siguen sus congéneres europeos, que en el Congreso de Estocolmo proclaman que “ni la propiedad privada ni la estatal, garantizan por sí mismas la eficiencia económica o la justicia social”. El socialismo, con la excepción transitoria del español y el portugués, deja de proponerse como meta de la socialdemocracia; desde ahora es el nuevo nombre del capitalismo social. Consecuentemente la Internacional Socialista se decanta por la “libertad, la justicia y la solidaridad”, valores que, irrespetando a la semántica, bautizan al redefinido socialismo. Con ello se convierte en la corriente política más prometedora de Europa.

Mientras tanto, el continente americano, con escasas excepciones, sigue atado a la revolución y al marxismo. Por estos lares, el “socialismo democrático”, no se identifica con el capitalismo atenuado. Sigue significando propiedad pública (democrática pero no liberal), de los medios de producción, un oxímoron imposible, que la adhesión a Cuba y a las guerrillas desmiente y las dictaduras militares destruyen. Una indefinición aun hoy, no totalmente resuelta.

A fines de los ochenta, el mundo exhibe transformaciones dramáticas, la Unión Soviética y su socialismo marxista colapsan; la sociedad industrial troca fábricas por ordenadores, la globalización, políticamente lenta, se impone en la economía, el proletariado se reduce y a los estados ya no les basta con Keynes. La socialdemocracia, luego del fallido arresto de Miterrand (el último marxista), adormece sus impulsos transformadores. Primero triunfa la derecha más conservadora (Thatcher, Reagan), la sucede una alternancia rutinaria. El socialismo del sur de Europa con Felipe González y Mario Soares, regresa al redil capitalista. Se exilia la utopía.

Al momento, la socialdemocracia, derrotada la ambigua III Vía, carece de alternativas claras. Nadie las tiene, excepto la izquierda jurásica y la derecha retrógrada. Aun así, pese a sus dificultades, merece un profundo respeto. Al marxismo, al que intentó civilizar, debió abandonarlo definitivamente. A su pesar demostró que el socialismo, tanto el revolucionario como el democrático, en lo previsible, resultan imposibles. Lejos de haber fundado una senda gradualista y democrática para el socialismo, abrió un camino menos salvaje para el capitalismo que aún no se encuentra cerrado. No resulta tan poco.

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Hebert Gatto

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