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Un siglo de comunismo

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hebert gatto
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Días pasados la Cámara de Diputados uruguaya celebró los cien años de la fundación del Partido Comunista del Uruguay ocurrida en 1920, como decisión mayoritaria de un Congreso del Partido Socialista.

Al año siguiente, al afiliarse a la Internacional Comunista, el nuevo Partido decretó en cumplimiento de las 21 condiciones de aquella (punto 17), que este debería llamarse “Partido Comunista (del) Uruguay”, no Partido Comunista Uruguayo, por tratarse de una “sección” en nuestro país de una organización internacional, el Komintern con sede en Moscú. En el mismo acto se decidió que el P.C.U. debía crear una organización ilegal paralela a la legal, romper con todo reformismo contrario a los objetivos revolucionarios así como apoyar incondicionalmente a la revolución leninista (puntos 2 y 14). Estos detalles no significan un bizantinimismo histórico, solo señalan que el Partido Comunista del Uruguay no surgió hace cien años como un movimiento nacional y que en esa condición permaneció de hecho hasta el fin de la URSS, sin perjuicio que el Komintern disuelto formalmente en 1943, fuera sustituído por el Kominform.

La precisión tampoco señala que la Cámara de Diputados no pudiera conmemorar la presencia de este Partido en el país. El mismo estuvo en el Parlamento desde 1938 y, en general, en su práctica política (no así obviamente en su ideología ni en sus objetivos finales), se manifestó en defensa de una versión propia de la Democracia. La gran excepción fueron sus pronunciamientos durante el período previo al golpe de estado militar, donde, secundado por la mayoría absoluta del Frente Amplio, apoyó enfáticamente su surgimiento. Un terrible pecado que no se borra con su posterior y valiente comportamiento durante la dictadura.

También es cierto que durante toda su existencia, abogó por los derechos de la clase obrera y que muchos de las conquistas históricas de esta contaron con el apoyo decido de este partido. Por más que este homenaje no implique olvidar lo que significó el comunismo, ya sea en su expresión soviética, como en la asiática, en la historia del siglo XX. Desde mucho antes de la caída del imperio soviético en 1989 resultaba evidente que el stalinismo representó uno de los períodos más calamitosos del entero devenir de la humanidad. No menos de veinte millones de muertos, directos o indirectos han sido contabilizados en su accionar totalitario. Algunos de ellos, desde la irrupción de la revolución a finales de 1918, directamente atribuibles a Lenin, cuyo terrorismo estatal, como metodología revolucionaria no cabe ponerse en duda. A partir de allí, con su concurso ideológico, todo son sombras tenebrosas que apenas ocultaron los más de veinte millones de homicidios perpetrados por el régimen. Ello sin contar los otros tantos asesinados por el régimen marxista chino o camboyano. Este genocidio, cuya contabilidad se discute en sus detalles, pero cuya entidad global no puede ponerse en duda, fue meticulosamente apoyada por el Partido Comunista del Uruguay en cada una de las instancias. Su histórico Secretario General las secundó paso a paso. Menos aún es posible omitir que ése era el proyecto final que proponía y propone para el Uruguay. ¿Cabe siquiera pensar que tantos horrores puedan relegarse?

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