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Una sentencia para la historia

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Hebert Gatto
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En 1941, el publicista judío austríaco Stefan Zweig, exiliado en Brasil, publicó un ensayo que llamó "Brasil, país del futuro".

El autor, un ilustrado personaje de la "Mitteleuropa", convencido que la amenazada cultura de su lugar de origen peligraba ante el desafío nazi, alentó la esperanza de su renacimiento en el joven país sudamericano. El libro describía esa ilusión. A setenta y siete años de ese tributo, Brasil, sacudido por una crisis político moral que no logra trascender, no parece confirmar plenamente esos augurios. Aun cuando, a la vista de su desarrollo económico de los últimos años, hoy luzca lejos de la atrasada nación que en su momento deslumbrara al escritor.

Lula da Silva, por dos veces presidente brasileño, es en gran medida responsable de ese sorprendente crecimiento, que con el aporte de su predecesor, el socialdemócrata Fernando Enrique Cardoso, en algo más de una década triplicó el producto per cápita, redujo la pobreza, extendió significativamente la educación, y situó a su gigantesco país como un actor relevante del panorama internacional. Tanto logró durante sus mandatos que Barack Obama lo calificó como "el político más popular del planeta" y en Brasil se lo conoce como el "primer presidente obrero" y "el padre de los pobres". Designaciones entusiastamente apoyadas por la izquierda del continente, para la cual Lula encarna la "renovación progresista". Además, según todos los sondeos, el más firme candidato para la presidencia brasileña. Sin embargo, nada asegura el futuro.

Al presente, en un insóli-to cambio de panorama, el expresidente aparece condenado por delitos de corrupción y lavado de dinero e implicado en varias causas relacionadas con el Lava Jato, la investigación sobre los sobornos de las grandes constructoras para obtener contratos con la estatal petrolera Petrobras. Un proceder que ya ha llevado a la cárcel a medio centenar de políticos de diferentes agrupaciones. Incluyendo la plana mayor del izquierdista Partido de los Trabajadores, del que Lula es principal referente. Un partido ya diezmado por una investigación judicial anterior por sobornos a parlamentarios, conocida como el Mensalão.

Esta sorprendente situación denunciada por la izquierda como una vergonzosa maniobra conservadora —contrarrevolución judicial la denominan— concebida para descalificar al mayor exponente de ese sector y para sus adversarios, la consecuencia ineludible de la degradación del Partido de los Trabajadores, tiene para ambos, un protagonista principal: Sergio Moro. El juez que condenó a Lula y a muchos otros políticos, sin distinción de partidos. Su gestión, primero aplaudi- da unánimemente, ahora, cuando alcanza a los tótems partidarios, resulta ensalzada o cuestionada. Por turnos, según la pertenencia del condenado, se alega que el juez procura destacar su perfil, actúa de modo presuroso, no aprecia debidamente la prueba y no aplica equitativamente el derecho. Su figura, en un tiempo endiosada y comparada con la del fiscal Antonio Di Pietro, el conductor de la famosa investigación "mani pulite" que terminó con Betino Craxi y reveló la amplia corrupción en Italia y luego, en esos mismos años, con el mítico magistrado Giovanni Falcone, asesinado por la mafia siciliana en 1992, es hoy degradada por la izquierda latinoamericana, que, girando ciento ochenta grados, condena estruendosamente sus actuaciones. Al tiempo que celebra la valentía del juez Baltasar Garzón, pese a su expulsión y uná-nime condena por prevaricación del Tribunal Supre-mo Español. Algo parecido ocurre, trocando sus titulares, con las valoraciones judiciales de las derechas. Ello acredita en qué medida las opiniones sobre los magistrados resultan tributarias de las respectivas ideolo- gías de los procesados, derribando o levantando jueces, según el perfil de los juzgados. Quizás por aquello que en el fondo, izquierdas (y derechas), no dudan, dictaminan.

Cuando esto se escribe, 23 de enero, aún falta un día para que el Tribunal de Apelaciones de Porto Alegre se pronuncie en segunda instancia, sobre la sentencia del juez Moro. Mi predicción es que la confirmará. Se trata de una predicción jurídicamente débil, puesto que no conozco el expediente, solo comentarios periodísticos parcializados. Desde los que endiosan la idoneidad y valentía del juez Moro, hasta aquellos seguros de su politización y arbitrariedad. De todos modos es claro que sustento mi atrevido pronóstico en consideraciones muy generales, por consiguiente falibles.

Creo en la confirmación en tanto el juez Moro, pese a cierto exhibicionismo, no ha demostrado parcialidad y ha condenado indiscriminadamente a representantes de todos los partidos. Lo muestra la amplitud y profundidad de sus fallos. Los Tribunales de Apelaciones han actuado con igual idoneidad. A su vez la justicia brasileña en su conjunto ha demostrado independencia frente al poder político, procediendo según razones técnicas para nada arbitrarias. Incluso propiciando el juzgamiento del actual presidente Temer, impedido por el Parlamento.

Por su lado es notorio que la corrupción, como primacía de los intereses particulares de políticos y empresarios por sobre los intereses generales, se halla extendida en todos los estamentos, tanto públicos como privados del sistema de poder del país. Ello, consecuencia de la iniciativa judicial, despidió del cargo a dos presidentes: Collor de Melo, representante de la más cruda derecha, y Dilma Rous-seff, de la izquierda neta.

Al mismo tiempo el PT así como varios ministros de su gobierno se vieron gravemente mezclados con la corrupción imperante —entre ellos José Dirceu, ministro de la Casa Civil, y José Genoino y Delúbio Soares, expresidente y extesorero de ese partido— lo que no ayuda para eximir de sospechas a su líder principal, a su vez denunciado en varias causas. Similares consideraciones me llevan a sostener que sea cual sea la sentencia, ella debe ser acatada pacíficamente, porque así funciona la democracia.

P.S. Terminada esta nota falló el Tribunal y por unanimidad agravó la condena de Lula; nada me obliga a cambiar o agregar una sola palabra a lo dicho.

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