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Segmentación social

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Luego de unos días de tensa observación el barrio Marconi parece recuperar la normalidad. Sin embargo, la asonada popular ocurrida fue prueba de un estado social explosivo, que no se reduce a esa pequeña zona.

Luego de unos días de tensa observación el barrio Marconi parece recuperar la normalidad. Sin embargo, la asonada popular ocurrida fue prueba de un estado social explosivo, que no se reduce a esa pequeña zona.

El Marconi es un nucleamiento de treinta manzanas, situado en el corazón de Montevideo, creado mediante la construcción de viviendas populares, y más tarde ampliado por alojamientos en su mayoría precarios, que, pese a su atemorizante fama, no agrupa más de cinco mil personas. Menos del 0.5% de los habitantes de la capital. Aunque no se trate de un ejemplo exclusivo. Estos barrios marginales muy extendidos en el oeste y el norte del departamento, agrupan a decenas de miles de habitantes (seguramente más de ciento veinte mil), considerando la presencia en Montevideo de más de ciento ochenta mil personas en situación de pobreza.
Esto hace del Marconi, que en ese pequeño espacio contiene siete asentamientos, varios sin agua ni luz, un microcosmos de su especie. Un ejemplo paradigmático de desintegración familiar, desocupación adulta, altísima presencia de jóvenes y adolescentes (no menos del 40% de sus integrantes, con un quinto de ellos que ni estudian ni trabajan), y con los más altos comportamientos delictivos del país. Una situación, con variantes, repetida en el país.

Sin embargo lo aquí sucedido y la reacción de parte de sus residentes sólo es comprensible si aclaramos ciertos términos. No es lo mismo pobreza (un estado de privación de bienes esenciales) que marginalidad, por más que ésta, que supone una conducta de apartamiento total o parcial de las normas y valores mayoritarios de una sociedad, en general, se derive de aquella. Primero se es pobre y luego, aunque no necesariamente, se es marginal. Ni es asimilable la marginalidad territorial (un fenómeno social de segregación espacial que tiende a generar subculturas) con la individual. Tampoco, por lo mismo, es equiparable el efecto del acercamiento a la delincuencia y a la drogadicción, en uno y otro caso. O para decirlo de otro modo, su modalidad territorial, en su expresión juvenil, más acusadamente cuando está en contacto con el delito y la droga, genera una peligrosa subcultura marginal. Un modelo de vida asumido con marcas de pertenencia y autoidentificación grupales.

De allí el orgullo y énfasis con que se lo reivindica, incluso en su eventualidad delictiva, contra lo que sus portadores perciben como la indiferencia (o la agresión) del mundo exterior. Esto significa que si bien la pobreza que dispara la marginación es una condición impuesta socialmente, la posterior consolidación de ésta resulta voluntariamente asumida y como tal estimada.

En tales condiciones, para esos jóvenes y para muchos de sus adultos el ingreso a la normalidad en tanto hábitos de desarrollo comunes (estudio, trabajo, vida familiar, abandono de las drogadicción, etc.), no resulta, ni material ni emocionalmente una opción atractiva, vistas las dificultades para integrarse en un mundo de especialización cada día más complejo. Para ello no alcanza con la mera ayuda asistencial de tipo material (necesariamente exigua) ni con la educación formal. Habrá que plantearse formas más profundas y comprometidas de resocialización y reubicación pactada, que involucren no solamente al Estado. Algo nada sencillo.

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Hebert Gatto

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