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Una renuncia inesperada

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HEBERT GATTO
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No conozco a Ernesto Talvi personalmente, por tanto no puedo ni avalar ni desmentir los difundidos rumores sobre las imprevisibilidades de su carácter, su fácil irascibilidad y las dificultades, sobre las que tanto se abunda, para el relacionamiento con sus colaboradores y su entorno.

Todo lo cual se habría hecho notorio durante su breve pasaje por el gobierno como Ministro de Exteriores. A estas características se atribuyen parte de los motivos que lo llevaron a su imprevista renuncia cuando gozaba de gran popularidad y era evaluado como el Ministro de gestión más exitosa. Por más que aún si estos rasgos pudieran explicar lo ocurrido no puede olvidarse que han sido muchos los políticos que siendo prácticamente intratables o mayormente inaccesibles, mantuvieron gestiones, desde su ángulo, consideradas fructíferas. Charles De Gaulle, Winston Churchill, o Franco y Hitler entre los dictadores, no se caracterizaron por la dulzura de sus modales o su capacidad para el diálogo, pese a ello lideraron sus naciones durante largos períodos, gran parte de los mismos con notorio apoyo popular.

Es sin duda cierto, particularmente en las democracias modernas, que no resulta fácil moverse con solvencia en el campo de la política, que si en ciertas ocasiones requiere dureza y decisión, las más de las veces exige razonabilidad, capacidad para convencer, aptitud para transar y fundamentalmente comprensión de las posiciones ajenas. Capacidades todas ellas relacionadas con el pluralismo que define las democracias, un rasgo opuesto al creciente “mayoritarismo” que hoy las amenaza. La renuncia de Talvi, más allá del contenido mismo de sus propuestas, no fue buena ni para el país, ni para la coalición ni para su partido. Aún cuando pueda comprenderse en términos humanos.

Había prometido un estilo diferente de ejercer la política y concitado esperanzas y adhesiones que ahora resultan frustradas. Lo cual, pese a que ésta no fuera su motivación, no resulta saludable para la vida pública de una nación. Especialmente la uruguaya, tan necesitada de renovación y de la emergencia de nuevos líderazgos. Particularmente para aquellos, que sin mayores fundamentos pero no sin satisfacción, alegan que los males implícitos en toda actividad política una vez más han derrotado a quienes se proponían transformarla.

Fuera de lo personal y anecdótico lo sucedido en este episodio puede encuadrarse en el viejo dilema, expuesto por Max Weber en “La política como vocación”, entre la ética de la convicción (hacer lo que se debe aunque el mundo se perjudique) y la ética de la responsabilidad (antes de resolver evaluar las consecuencias, aún a costa de los principios).

No es sencillo resolver el enigma y por consiguiente no es viable en abstracto, inclinarse por una u otra salida. Por eso Weber dice que ello dependerá en cada caso de la mediación de la templanza y el equilibrio, la capacidad concreta de resolver, haciendo uso de la moderación, entre principios igualmente valiosos.

Cabe esperar que Ernesto Talvi, un hombre que en otras áreas ha demostrado inteligencia y cultura, haya reflexionado su decisión. Lo quiera o no, la misma, en mayor o menor medida, alcanza a todos los uruguayos.

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