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Putin y la invasión

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HEBERT GATTO
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Quienquiera crea que Vladimir Putin es un típico populista de esos muchos que pululan por el mundo como producto de contingencias políticas inesperadas como azares parlamentarios, seguramente se equivoque.

Putin es un típico burócrata, un hombre que supo amoldarse a las bruscas oscilaciones de la maquinaria soviética ascendiendo desde posiciones administrativas menores a la cumbre del poder. Ingresado a la KGB, la temible organización de inteligencia comunista, pronto alcanzó al grado de teniente coronel de la misma. Más tarde, pero siempre dentro de los entresijos de espionaje y contraespionaje (se dice que se dedicó a esos menesteres en Alemania Oriental durante cinco años), llegó en 1998 a Director del Servicio Federal de Seguridad, el sucesor de la KGB soviética.

Desde entonces su marcha fue incontenible, en 1989 fue Primer Ministro Interino, luego presidente de la Federación Rusa de 2000 a 2008, reelegido en 2012 hasta hoy. En el lapso modificó la Constitución para poder ser reelecto hasta el año 2036. Junto al Presidente de Bielorusia la dupla es la que por más años han ocupado el poder. Como ha insinuado, se siente heredero de los Zares Románov del siglo XVII, dedicados por entero a la grandeza territorial de sus dominios. La URSS fue un imperio ideológico y militar, con reminiscencias hacia esa dinastía y alcanzó su cenit terminada la Segunda Guerra Mundial, en pleno estalinismo, cuando en sus tierras jamás se ponía el sol y su capacidad bélica igualaba a la de E.E.U.U. Una inolvidable sensación de poder que, unido a su sacrificio en la lucha antinazi, el pueblo soviético trasmitió a sus sucesores. Pasado el colapso, Putin ha sabido reencarnar ese orgullo anexo a una cultura de sarcófago, ajena al liberalismo.

Isaiah Berlin, en un libro sobre la mentalidad soviética, refería que luego de la guerra la URSS estaba dispuesta a participar en las relaciones internacionales bajo la condición de que sus vecinos se abstuvieran de interesarse en sus asuntos internos: es decir prefiere aislarse parcialmente del mundo sin quedar totalmente al margen de éste. Sus incursiones en Chechenia, Georgia y Crimea, sin jamás dar cuenta de sus actos, son buena prueba que esta política de aislamiento ofensivo sigue siendo su objetivo estratégico, ahora coronado con su invasión a Ucrania. Sus dominios, que engloban a muchas nacionalidades, es su poder y así seguirá siendo. Rusia solo es Rusia, desde su dilatada fortaleza territorial, que ahora, caída la URSS, necesita reconstituir a cualquier precio. Por eso, nunca ha formado parte de Europa por demasiado tiempo. No es casual, que con la posible excepción de Turguéniev, todos los grandes escritores rusos hayan sido xenófobos.

Las explicaciones de Putin para la invasión, no resisten análisis. Ataca porque sus vecinos fronterizos nunca quisieron a Rusia. Si pretenden convivir han de aceptar sus órdenes y neutralizarse. No acepta que ese razonamiento admita invertirse. Su visión es la de la recomposición constante de su enorme hinterland. Su discurso ya no es ideológico, pero sigue contaminado de nacionalismo “gran ruso”. Teme a Occidente, pero cree que embistiendo, alardeando y agitando su capacidad nuclear, paralizará al entorno. Obviamente el problema son los límites de esta política y los enormes peligros que ella encierra.

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