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Pospandemia II

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HEBERT GATTO
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La satisfacción de haber superado la pandemia o lo más agudo de su amenaza no es una sensación permanente. 

La sentimos por momentos, en ocasiones: el regreso al suspendido almuerzo familiar, el paseo sin barbijo en la tarde soleada, el reencuentro, prevenidos y tímidos, con eventos hasta ahora vedados.

Los disfrutamos pero sabemos que somos más vulnerables de lo que creíamos. Alcanza con imaginar lo que hubiera ocurrido si no hubiéramos dispuesto de vacunas o si algunas de las mutaciones del virus hubieran resultado indoblegables. Un fenómeno hoy presente en varios de ellos.

Se estima que la peste negra, desatada en 1348, mató un tercio de la humanidad, la gripe española alrededor de cincuenta millones y la viruela de los conquistadores españoles, tantos aborígenes que nadie los contó. Catástrofes de esa entidad o peores, pueden volver a suceder. Nada que sepamos nos asegura lo contrario.

Es cierto, como señalaba Heidegger, que somos seres enfrentados a la muerte y a la angustia existencial que esta supone. Quienes pertenecemos a los descreídos, autoprivados de religión, asumimos que irrumpimos en el planeta sin consentirlo y nos vamos del mismo modo. Sin aviso ni dilaciones.

Pero no es menos cierto que la amenaza del virus, agregó, cuando menos lo esperábamos, una sentencia a destiempo, un desesperanzado suplemento a una condición ya de por sí pesada. No reconocerlo, como hacen tantos tontos en el mundo, es una fatal inadvertencia que los transforma en los mejores aliados de la enfermedad y la muerte.

Por eso lo esperanzador, pese a la innata fragilidad de nuestra condición, es que comencemos a transitar, no metafórica sino realmente, una cotidianidad distinta a la prepandemia. Y ello porque el virus, si bien nos amenazó, también nos dotó de una capacidad de reflexión que el trajinar de la vida moderna nos quitaba. Aun cuando, con mayores medios, bien podamos reiterar la misma imprevisión que en anteriores ocasiones.

No hay duda que el mundo no estaba preparado para lo que sobrevino y que la incapacidad para reaccionar ecuánimemente estuvo directamente relacionada con la muy diversa capacidad económica de las naciones. África aún vive el desesperante ataque del virus sin que los planes de vacunación, escasos y diferidos, permitan disiparlo.

Algo similar ocurre en grandes porciones del continente asiático y en algunos países americanos, como Haití o Venezuela e incluso en el hermano Paraguay. Tales diferencias en materia de salud, en pleno siglo veintiuno, constituyen una discriminación inadmisible sea cual sea la regla con que se la mida. Con un mínimo redireccionamiento del 20% del gasto anual en armamentos, la inversión en medicamentos de todo tipo, incluyendo las vacunas, podría mejorarse sensiblemente. Nadie se lo ha propuesto, salvo intentos aislados y parciales.

Según declaraciones de los propios EEUU, el gasto que supuso la invasión de Afganistán fue de 300 millones de dólares diarios dilapidados en una aventura militar que se arrastró por veinte años, carente de sentido, incluso en los términos capitalistas más crudos. La misma inversión hubiera permitido inmunizar rápida y eficazmente a la totalidad de los seres humanos.

Estos absurdos ya los conocíamos pero la epidemia los amplificó en todo su dramatismo. Del mismo modo que destacó el fracaso irredimible de las organizaciones internacionales, incluyendo las Naciones Unidas y por supuesto la confusa OMS.

Ninguna de estas apreciaciones pretenden sugerir las ventajas del socialismo, un modo de producción que el siglo veinte terminó por descalificar definitivamente en cualquiera de sus manifestaciones. Cuando no resultó ineficiente se mostró totalitario. El capitalismo es ciertamente injusto, descalifica valores esenciales y conforma sociedades competitivas que desatienden las necesidades de los débiles y desprotegidos. Ni siquiera incentiva a la ciudadanía para la vida pública, privándola de una democracia enérgica que los tiempos exigen. Aun así, constituye, hasta donde sabemos, la única forma de organizar la economía para maximizar su productividad, su finalidad esencial.

Sin mercado y libertad económica no se obtienen la plétora de bienes y servicios que la humanidad requiere; sin regulaciones, controles y limitaciones estatales, el capitalismo asfixia y discrimina. Genera una humanidad unidimensional y chata. Simultáneamente, dejado a su ley, como no sabe distribuir, permite que quinientas corporaciones y unos pocos multimillonarios acumulen más bienes que decenas de millones de seres. De allí la necesidad de una regulación que solo puede ser eficaz si está internacionalmente dirigida. Con un capitalismo sujeto a controles e imposiciones internas y externas incesantemente revisadas, sancionadas en beneficio de todos, pero bajo la condición de no descuidar su capacidad productiva.

Es más que obvio que nada de esto es consecuencia de la pandemia, lo es de la civilización que construimos, capaz de los mejores logros en el desarrollo de la racionalidad científica y técnica y enormemente deficiente en su racionalidad práctica. La que atiende a la justicia de las relaciones entre hombres y naciones.

Todos confiamos en que la enfermedad pasará. Nos alertamos sobre la posibilidad que vuelva, pero en el fondo creemos, validos del optimismo que también nos caracteriza como especie, que no la volveremos a soportar. Quizás eso sea cierto, pero no implica que no la vivirán nuestros hijos o nietos. Ni legitima que miremos de soslayo la enfermedad en tierra ajena.

Se calcula que si la pandemia se detuviera abruptamente, lo que no parece posible, igual dejaría un saldo de más de diez millones de muertos. ¿No será un buen momento, para dar sentido a tanta muerte, para comenzar a pensar, como teoriza John Rawls, en una tierra, donde hombres y mujeres nos acerquemos más confiados y quebremos la separación que nos imponen ideologías que en sus extremos se han demostrado inviables? ¿No será que el nuevo siglo apunta a una síntesis donde la innata capacidad de innovación de unos facilite el desarrollo de los menos dotados y la economía en su conjunto, sin remontarse a utopías, se acerque algo más, solo un poco, a la vida cotidiana de los seres humanos?

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