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El fin de un período

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Heber Gatto

Se suele decir que la historia no se repite a sí misma, como si una oscura memoria del pasado se lo impidiera. No obstante, sin caer en las exageraciones de una historia circular, bien puede admitirse la reiteración de algunos fenómenos, cada vez en versión más anémica o débil, como una hipótesis razonable. No porque sea rigurosamente exacta, sino porque ayuda a reflexionar.

Tal lo que parece ocurrir en nuestro bisoño siglo XXI con la izquierda radical, que pretende duplicar la antigua Tercera Internacional con el desleído Foro de San Pablo, o, en el extremo opuesto, con la, en un tiempo, temible derecha fascista, ahora representada por fantoches con aspiraciones de demócratas, como Berlusconi o Vladimir Putin.

Días pasados la liberación de Ingrid Betancourt y sus compañeros constituyó un motivo de alegría para casi todos, por ellos y por la derrota que implicó para la paleolítica guerrilla colombiana. Pero, por sobre todo, suscitó un interrogante que obliga a detenerse sobre estas experiencias aparentemente agotadas, pero recurrentes y sobre el entorno que las apoya.

¿Qué sentido conserva todavía la insurgencia que los retuvo secuestrados por años, cuando sus concepciones agonizan en el mundo?

El nacionalismo tercermundista, que en Latinoamérica otorgó vida y vigencia a los movimientos guerrilleros, respondió a dos factores determinantes. El primero la situación de atraso e injusticia ancestral que sufrió un continente mal colonizado, mal enseñado y mal aprendido, que quiso superar su condición, pero abrumado por el desafío no supo distribuir responsabilidades: todas las atribuyó a los demás. No porque no las tuvieran, sino porque con ello ocultó las muchas propias.

El segundo componente para un fracaso que todavía persiste, es seguramente mucho menos conocido que el propio imperialismo económico al que todo se le endilgó. Para superar su atraso, para mejor pensar a estos pueblos, sus intelectuales revivieron una concepción del mundo que a comienzos de los sesenta, ya había mostrado en acontecimientos como los de Alemania en 1953, Hungría en 1956 y las revelaciones de Kruschev en el XX Congreso, estar caduca, inservible para el progreso y peligrosa en sus derivaciones totalitarias.

Facilistas, urgidos y asumiéndose innovadores, con esta elección los pensadores y políticos "progresistas" apelaron al peor remedio: un antiliberalismo raigal, que confundió los abusos de un capitalismo prebendario pero corregible, con el desconocimiento raigal de los derechos humanos y la libertad. Concretaron así una hazaña impar: negar en bloque la justicia y la eficiencia. De esa matriz surgieron los Fidel Castro, los Guevara, los Montoneros, el ERP o los Tupamaros o ahora, en penoso "ricorso", los Chávez o los remanentes de las FARC. Al unísono el modelo propició la reacción de los "redentores" militares confundidos con una derecha homicida.

Ahora, pasados 40 años, lo mejor que puede ocurrir es que estos rescates, demasiado pocos todavía, se constituyan en el símbolo que marque el definitivo final del desborde sesentista y lo que le siguió. La conclusión de un "revival" que ya no alberga, siquiera, la frescura de la utopía o la dudosa promesa del orden. A lo sumo reitera la disputada certeza del horror.

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