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Pandemia, filosofía y política

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HEBERT GATTO
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Evaluado en términos humanos el año 2020 resulta uno de los períodos más críticos de la historia. No tanto por la actual pandemia sino por la grave herida que esta infligió a la desmesurada confianza del hombre moderno en su manejo de la naturaleza.

En este aspecto tendrá una influencia cultural que ni siquiera nos dejó la terrible epidemia de gripe de comienzos del siglo XX, cuando la modernidad ya amenazada, mantuvo no obstante, su fe en el progreso.

Por más que había anuncios que este no transcurriría linealmente, la primera guerra y la posterior competencia nuclear con un posible holocausto atómico fueron los más acuciantes, pronto seguidos por los refinados reclamos de élites intelectuales, como la Escuela de Franckfort, que advertían que la creciente racionalidad instrumental al servicio de un progreso meramente crematístico, condenaba a la especie a una vida sin sentido espiritual. Y no porque las religiones prosperaran, que no lo hicieron, salvo en el universo musulmán deliberadamente ajeno a este clima, ni porque el aura de optimismo únicamente alcanzara a los centros capitalistas desarrollados, sino porque aún en ellos la desesperanza y la desorientación se encarnaban en vastos sectores. Como respuesta y a nivel masivo, desconfiando del mero avance técnico, el siglo XX consolidó las grandes ideologías críticas que refutaban en términos políticos los aclamados avances civilizatorios. De hecho, como estas sostenían, meros artificios para fines vacíos, ajenos a la humanización de la especie o de la raza.

Sin embargo, las últimas décadas del siglo XX, debilitaron esas predicciones codificadas en metarrelatos densos, como lo fueron el fascismo y el comunismo, dos cosmovisiones impugnadoras de la medianía democrático liberal, por más que ambas, con diferentes metas, igualmente violentistas. Llegando a su final el siglo asistió a la derrota definitiva de sus desafiantes pero sin el aporte de razones para refutar varias de sus críticas, particularmente aquellas más fundadas, provenientes de la izquierda. Si la libertad significaba posponer para siempre la igualdad esencial de hombres y mujeres, ningún modelo social edificado sobre esa premisa debería considerarse legítimo. Por su lado, si el progreso material suponía una humanidad frívola y descafeinada, abocada al consumismo y al placer efímero, abroquelada en sus fronteras nacionales, ello en nada se relacionaba con su perfeccionamiento. Tales, atrozmente condensados, los desafíos que continúa planteando, en términos cada vez más acuciantes el cabizbajo siglo XXI. Sin olvidar el gran legado del siglo XX que aún con sus limitaciones, justifica el ocaso de sus ideologías críticas: sin Democracia Liberal, sin un régimen que consagre la autonomía del ser humano, su capacidad para revisar racionalmente sus esquemas de vida respetando los de otros en un marco de imparcialidad valorativa y de tutela de las necesidades para conseguirlo, no existe futuro válido.

Es en este ámbito posmoderno de certezas impugnadas e incertidumbres crecientes: metafísicas, morales, sociales y políticas, que acosan los finales de este año bisagra, que emerge la presente pandemia que nos obliga, o debería hacerlo, a reflexionar sobre nuestro futuro. Una meditación difícil, especialmente para quienes no se conforman con compensaciones religiosas, que agudiza los desafíos que el momento histórico contiene, superado que fue el tiempo de las ideologías, cuando era fácil apelar a recetas que pese a sus notorias simplificaciones y peligros contenían respuestas que otorgaban seguridades y optimismo. Hoy, como decíamos, gran parte de los programas de esos atajos han quedado superados y la complejidad ha regresado. Lo que significa un reto para todos, y muy especialmente para la clase política. Por más que, como repite Habermas, no todo resulte inalcanzable. En un lapso de meses la humanidad, en hazaña inédita parece superar con las vacunas lo peor del desafío, una respuesta que acotada a sus límites interpela a los negadores del progreso y que si no conjura todas las dudas da un mentís al escepticismo nihilista.

En el Uruguay, una pequeña comunidad humana de recursos acotados dimos respuesta adecuada a los retos iniciales de la enfermedad. El nuevo gobierno, orgulloso de su liberalismo, se rehusó a tomar medidas coercitivas, como la reclamada cuarentena total, entendiendo que la misma era contraria a nuestras tradiciones. Se apeló en cambio a la solidaridad y al convencimiento colectivo. Desgraciadamente, aún con los tempranos éxitos de esta estrategia, ante el natural relajamiento de las disciplinas sociales hoy ya no resulta eficaz. Pese a la cercanía de las vacunas, ciertamente no procuradas con la suficiente presteza -para ello hubieran sido necesario apelar a caminos más concretos y audaces-, la pandemia sigue avanzando y con ella su secuela de muertes y descoordinación colectiva. Alcanza con pensar que quince días de retraso en su aplicación pueden suponer, en una previsión acotada, más de una centena de fallecimientos, posiblemente muchos más.

Al momento, ante la amenaza de desastre resulta imprescindible apelar a medidas coactivas. Arbitrio que obviamente no limita al barrer libertades sino que únicamente restringe el derecho de reunión en lugares públicos para tutelar la salud pública. Hipótesis que la Constitución, exigiendo una ley, regula expresamente en su artículo 38. Ello, aún reconociendo su necesidad, bastó para que el frentismo, embanderado en no votarla, remitiera en su lugar un insólito proyecto alternativo que en los hechos la niega. Pretende con ello, en su mejor tono jacobino, asumir el rol de guardián de las libertades que durante gran parte de su existencia reprobó, considerándolas meros formalismos burgueses. Y que obviamente nadie pone en peligro. Ratifica de ese modo una estrategia opositora desconfiada y prejuiciosa que no asume que la enfermedad que azota al mundo no es un adorno prescindible, es un drama social y civilizatorio que exige de todos y en especial de la totalidad de la clase dirigente desprendimiento grandeza y colaboración, no declamación. Disposiciones que el Frente Amplio, que todo traduce a relaciones de poder, no consigue a hacer suyas.

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