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Orgullo merecido

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HEBERT GATTO
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Como bien se ha comentado, el Presidente Bolsonaro hizo todo lo que estuvo a su alcance para contraer el COVID-19. Al final lo logró y hoy se encuentra, junto a centenares de miles de brasileños, cursando la dolencia.

Ignorando sus responsabilidades adoptó, en medio del caos, una desafiante actitud, contactando sin protección a miles de sus compatriotas. Ello no sólo resulta condenable como conducta de un primer mandatario -un cargo que en una democracia simbólicamente concentra el imaginario jerárquico de una nación o a lo menos, de una parte de ella-, sino que revela su profundo desprecio por sus habitantes. Si hubiera sido su derecho enfermarse, lo cual en medio de una epidemia resulta por lo menos discutible, no lo fue convertirse en un potencial foco de peligro para terceros.

Algo que hizo durante meses, desafiando las prevenciones elementales aconsejadas por la Academia. Ahora, en otra muestra de irresponsabilidad, ingiere y publicita una droga descartada por nociva.

Una actitud muy similar a la que exhibió otro líder, también populista, Donald Trump en los Estados Unidos, bloqueando políticas locales destinadas a frenar la contaminación. Tan grave como ello resultó su utilización de la pandemia en provecho de sus estrechos intereses políticos personales, acentuando disposiciones contra los inmigrantes, expulsando estudiantes radicados en el país o culpabilizando de ella a China, mediante una iracunda política que busca, sin pruebas, reeditar la guerra fría.

Simultáneamente, en momentos que su país se encuentra en el vórtice de ella, acercándose a los tres millones de infectados y decenas de miles de muertos y con notorias dificultades para proveer los debidos servicios hospitalarios, anuncia su retiro de la Organización Mundial de la Salud, la única entidad transnacional de lucha organizada contra la expansión de la virosis. Otra demostración de su espíritu provincial, al que poco afecta el drama de su propio país, en tanto sus medidas contribuyan (o él así lo crea) a su eventual reelección.

Muchas veces, en el pasado, los uruguayos nos hemos sentido como si en algunos aspectos derivados de nuestras características como pueblo y de nuestras capacidades de convivencia, constituyéramos una excepción en el continente. Quizás no como mejores, sino como diferentes. No obstante, analizando la historia, resulta imprescindible prevenir los excesos de tales autoatribuciones, que a menudo han conducido a conocidas barbaridades ultranacionalistas. Hombres y mujeres, más allá de donde nos tocó nacer, somos constitutivamente iguales; solo diferimos en pasados y circunstancias.

En ese sentido es seguramente legítimo que los uruguayos, se sientan gratificados por la forma en que pueblo y gobierno han manejado hasta ahora la pandemia.

Hoy por hoy, somos de las pocas y afortunadas naciones que la contuvimos, en un hemisferio que marcha aceleradamente hacia los mayores índices de infección en el mundo. Por exhibir un talante político no apto para elegir como conductores a figuras tan caricaturales e irresponsables como las que actualmente cumplen ese rol en EE.UU. y el Brasil. Afortunadamente parece que la historia nos hubiera dotado una sensibilidad no apta para el populismo.

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