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Un odio que no pasa

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Sí, que hay antisemitismo en el Uruguay. Una reciente investigación efectuada por la empresa Radar, confirma lo que es un secreto a voces: a uno de cada cinco orientales le molestan los judíos y a un 8% “le molestaría mucho” tener un judío en la familia.

Sí, que hay antisemitismo en el Uruguay. Una reciente investigación efectuada por la empresa Radar, confirma lo que es un secreto a voces: a uno de cada cinco orientales le molestan los judíos y a un 8% “le molestaría mucho” tener un judío en la familia.

Tratando de pesquisar la forma y de ser posible la razón de esta actitud el Dr. Carlos Kierszenbaum, director de la organización judía B’nai B’rith, decidió internarse en las redes sociales, particularmente Facebook, para analizarla (El País, 3/5/15). Un medio especialmente apto donde la gente, desde la intimidad de su casa, parece manifestarse con mayor espontaneidad, pese a que en definitiva se trata también de un espacio público.

En este espacio virtual, los judíos aparecen como siniestros agentes dedicados secretamente a manejar la conspiración económica mundial (los siete sabios de Sion), especializados en succionar la sangre de los incautos, personificaciones del imperialismo más depredador, o como agentes del diablo, sigilosamente dedicados a destruir a Occidente asesinando a su dios, (los judíos deicidas). O como malignos apátridas de eterno desplazamiento (el judío errante). Todos y cada uno de los grandes mitos que con los siglos fueron conformando la imagen del judío como cuervo acechante, se hacen presentes en este oscuro imaginario, donde todo se mezcla y confunde, desde la rapacidad y avaricia, leitmotiv de las peores acusaciones, el apego a sí mismos y a sus principios (decodificado como tozuda ofensa a la verdad del cristianismo), hasta la confabulación para la muerte de Jesús en la cruz, consecuencia de la exitosa maquinación judía.

Un panorama, que si bien no plantea la aparición de un antisemitismo alucinante, preocupa por la violencia y el desprecio con que sus juicios son emitidos, apoyando una ideología que en su polémica con el humanismo -lo sepan o no sepan sus portadores- tiene dos mil quinientos años de antigüedad y alcanzó su mayor expresión con el nazismo.

Reanimar la marea judeófoba, luego de la debacle de 1945 y la desaparición del estalinismo, es su objetivo manifiesto. Particularmente en un mundo que ha enfriado sus ideologías. Para ello nada mejor que el espacio abierto por los últimos gobiernos israelíes, con su estrechez de miras, su aferramiento a la coyuntura, al pragmatismo de la fuerza y al paralelo desconocimiento de lo que realmente significaron los judíos en el drama milenario de la civilización por mantener su identidad y sus principios. Una muestra de entereza histórica que define al hombre como tal y que el judaísmo supo portar. Pero que ahora, mal aplicada, hace posible que el sionismo -una causa justa donde un pueblo reclama su tierra aun cuando deba compartirla- aparezca a los ojos de muchos, especialmente de la izquierda, como una suerte de racismo al servicio de intereses crudamente nacionalistas.

No obstante tienen más que razón los judíos en mantenerse suspicaces. Occidente ya supo rechazarlos en el siglo XIX, cuando la asimilación y la derrota de los prejuicios parecía inminente, poco años después la indiferencia mundial, descuidó al antisemitismo con un costo humano sin precedentes. El mismo que los judíos sufrieron desde la expulsión de su tierra. Ciertamente no es fácil pedir grandeza y generosidad a un pueblo asediado por misiles, aun cuando sus políticas nacionales no sean las más fieles a sus tradiciones. Pero ello no habilita confusiones, más ahora, cuando bien conocemos sus costos.

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Hebert Gatto

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