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Nacionalismo y fútbol

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Hebert Gatto
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Pasan horas y suman días y la derrota de Uruguay frente a Francia continúa causando a muchos un vacío existencial del que cuesta sobreponerse.

Me consta que hay compatriotas que no consiguen pegar un ojo sin que una y otra vez los agobie el primer gol galo o la "boutade" de Muslera, un agravio de dioses vengativos. No por eso debe pensarse que la tragedia no podía ocurrir. Menos asumir que todos somos optimistas irresponsables, súbitamente sorprendidos por la inesperada descalificación de nuestro seleccionado, eliminado por un insólito accidente deportivo.

Nada más lejos de esto. Al respecto les cuento la historia de un uruguayo amigo. Un tipo que se parece a muchos. Pertenece a las clases medias intelectuales, hijas dilectas de la generación del 45. Un universitario maduro y refinado, de vasta armadura sicológica que ostenta como mejor distinción la discreta excelencia de sus gustos. Su público pesimismo lo sostuvo durante los tres partidos de la serie y los aumentó en los cuartos de final, donde ni siquiera con Cavani, se permitió ilusiones. Cuando enfrentamos a Portugal se encerró a leer a Derrida escuchando música, rigurosamente trancado, sin ecos de radio o televisión, también prohibió, bajo pena de penitenciaría, que alguien lo turbara con los avatares del match. Una conducta antitribal que propagó urbi et orbi. Cuando emergió del encierro, enterado del triunfo, comentó que el temprano gol uruguayo quebró a los rivales pero que esa afortunada casualidad no autorizaba esperanzas. Contra Francia, potencia mundial imbatible, tan seguro estaba de la derrota que con desdén, concedió mirar el partido. El resultado ratificó sus predicciones, no jugamos a nada.

Es inútil consignar que nuestros airados reclamos ensalzando la actuación del seleccionado, quinto entre las naciones, sólo merecieron su indiferencia. Como ningún interés le supusieron la fervorosa entrega del plantel, su vergüenza deportiva o su capacidad para quebrar el escepticismo oriental. Nunca conseguimos doblegar sus convicciones ni que a lo menos apoyara al Maestro, el Séneca redivivo, tan estoico como valiente. A lo sumo concedió de pasada una crítica al equipo francés, "tribu africana con relleno europeo". Menos aplaudió a la inmigración celeste, sus hinchas cara pintada, sus tambores milongueros, las lágrimas en las tribunas, el feminismo deportivo, las banderas flameantes. A lo sumo ante nuestra insistencia, nos recordó que Jorge Luis Borges citó a una charla sobre la inmortalidad, el mismo día, a la misma hora que en Buenos Aires, Argentina disputaba la final del mundial. Algo que le hubiera gustado emular. Tanta indiferencia —pensamos sus amigos en tren explicativo— solo se explica por su coherencia. ¿No se trata acaso de un oriental principista, que siempre aborreció al nacionalismo, un caso de "patriotismo barrial"?

Nunca dejó de argumentar que la historia es un cementerio de tumbas patrióticas, sepulcros de todos los tiempos y latitudes. Tanto de víctimas como de victimarios. Por eso —nos confesó—, frente al fútbol, una manifestación de nacionalismo sucedáneo, hay que adoptar actitudes discretas, sin alharacas ni banderías, pero eso sí, con un par de Frisiums previos, para prevenir el infarto.

Tanto si te animaste a mirar el partido como si optaste por Derrida.

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