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La muerte de un fiscal

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La marcha realizada en Buenos Aires en homenaje a Alberto Nisman concitó multitudes. El acto realizado en silencio, bajo una lluvia pertinaz, solo interrumpido por esporádicos gritos demandando justicia, recordó la reunión realizada 14 años antes repudiando la voladura de la AMIA, la principal institución judía de la Argentina, destruida por bombas terroristas, con la pérdida de decenas de personas.

La marcha realizada en Buenos Aires en homenaje a Alberto Nisman concitó multitudes. El acto realizado en silencio, bajo una lluvia pertinaz, solo interrumpido por esporádicos gritos demandando justicia, recordó la reunión realizada 14 años antes repudiando la voladura de la AMIA, la principal institución judía de la Argentina, destruida por bombas terroristas, con la pérdida de decenas de personas.

En lo que fue un atentado antisemita realizado en el seno de la tercera colectividad de la diáspora en el mundo, bajo sospecha de participación iraní y ahora, según los anuncios del desaparecido fiscal, con posteriores maniobras de encubrimiento del actual gobierno argentino en la persona de su canciller y de su presidenta.

Parece claro que a estas alturas, no es posible determinar fehacientemente qué ocurrió con Alberto Nisman. Para quienes, como es nuestro caso, únicamente contamos con información periodística, todo pudo haber ocurrido. Desde su inducción a la autoeliminación, el asesinato o el suicidio directo. La improbabilidad de cada uno de estos escenarios es equivalente, especialmente si las circunstancias del hallazgo del cuerpo del Fiscal son los que se describen. Por más que es forzoso que alguna de las tres hipótesis sea cierta, cabe considerar que ocurrieron en Buenos Aires, Argentina, la capital de un país donde la extravagancia y lo implausible, son, desde hace muchos años, la norma que se impone. Un lugar donde, como sabía Borges, la realidad parece tener una dimensión fantástica, ajena a la esperable.

De todos modos, lo que sí es constatable es que para el gobierno argentino al Fiscal Nisman lo mataron sus opositores -así lo declama diariamente su presidenta- mientras para éstos no hay duda que, directa o indirectamente, lo eliminó el gobierno. Por más que -dicho sea esto con el debido respeto hacia Nisman- desde el ángulo político la forma de su desaparición resulta indiferente. En última instancia al Fiscal lo ejecutaron las instituciones del estado argentino y la ideología de su gobierno.

Por si esto no alcanzara, a esta situación social se suman dos factores. La primera es que la sociedad civil se encuentra severamente lastimada lo que la incapacita para auspiciar cualquier clase de autonomía que unifique a los argentinos otorgándoles objetivos y valores compartidos por encima de las disputas partidarias. Un hecho que hace que su vida cotidiana aparezca desbordada, borrándose la distancia entre lo público y lo privado, lo íntimo y la política, tal como si esta última fuera la única protagonista. Con fenómenos tan curiosos como que comentaristas deportivos y medios de comunicación se convierten en actores políticos.

La segunda es que su cultura política hegemónica se encuentra dividida entre “nosotros” y “ellos”, oficialistas y antioficialistas, haciendo todavía más difícil una estrategia de integración. En ese panorama, donde todo se reduce a una lucha bipolar fuertemente personalizada y sin puntos de encuentro, las prácticas dialogales y la división de poderes resultan inexistentes, dejando a la democracia huérfana de contenidos sustantivos, sustituida por una confrontación cotidiana de amigos y enemigos. Algo que permite afirmar que fue el populismo, en su versión argentina, el verdadero asesino de Alberto Nisman.

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Hebert Gatto

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