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Medio siglo atrás

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HEBERT GATTO
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El 27 de junio pasado se conmemoraron 48 años de la peor tragedia de la democracia uruguaya. No olvidar aquellos sucesos es una buena señal de nuestro ser como pueblo.

Sin embargo, conservar la vivencia del período no debería hacernos olvidar sus antecedentes, única vía de clarificar sus causas. El Uruguay de mediados de los setenta, si bien inmerso en una larga crisis moral y económica, no tenía porqué terminar en la catástrofe de los setenta. No existen destinos inexorables.

Hoy, lejos en el tiempo, siguen contrapuestas dos visiones respecto a cómo, manteniendo su memoria, cerrar el período.

Para la primera, mayoritara en el país hasta el 2010, era imperativo recuperada la democracia, superar el pasado, dictar amnistías y abocarse al futuro defendiendo la restaurada y todavía amenazada institucionalidad. Al fin y al cabo, se sostenía, ese enfrentamiento era ajeno a la mayoría del pueblo oriental sometido a un conflicto que no vivió como propio. Por eso, importando dudosamente un similar antecedente argentino, esta mirada pacificadora fue descalificada por sus adversarios, denominándola “Teoría de los dos demonios”, crítica alusión a dos genios, igualmente poderosos, enfrentados en una lucha ajena a los suyos.

Para la izquierda el camino era muy otro. Sin juzgar y penar a los golpistas, autores de imperdonables “crímenes de lesa humanidad” perpetrados en nombre del Estado, nunca resultaría posible reestablecer la concordia y la estabilidad institucional. Olvidar e ignorar por voto mayoritario no es factible en una democracia. Para ellos, la insurrección tupamara adelantó la lucha contra una dictadura ya en proceso y no puede ser equiparada al increíble espectáculo de un Ejército moderno agrediendo mediante sus aparatos represivos a todos sus ciudadanos. Dada esa interpretación, nada objetaron a la amnistía obtenida por los guerrilleros, de últimas, unos cuantos muchachos idealistas. De ahí su radical oposición a equiparar los Dos Demonios, no solo por la diferencia entre sus fuerzas y la distinta naturaleza de sus delitos, sino por el contraste entre sus motivaciones: la conservación del privilegio y la explotación económica en un caso, la liberación social en el otro. Un fundamento que no se exteriorizó pero fungió como determinante.

Pasado medio siglo la disputa permanece como llaga abierta. Le subyacen contrapuestas concepciones de la democracia. Derogada la caducidad, los procesos a los militares se desarrollan, por más que no siempre en las mejores condiciones de legalidad. Aún así, para la izquierda, no pueden subsistir desaparecidos en una democracia verdadera.

Mientras para sus adversarios, no puede juzgarse la dictadura sin asumir su contexto. No existen amnistías parciales justas ni perdones a medias. Quizás el olvido, no sea la mejor forma de enfrentar este legado, pero es probable que si en el Uruguay no hubiera existido guerrilla, aún cuando se trate de una hipótesis contrafáctica y sean ciertas las diferencias de poder entre represores y reprimidos, no hubiera existido dictadura militar.

Admitir este hecho, coincidir en que unos y otros merecieron censura, sería el mejor comienzo para cerrar el más triste período de nuestra historia. Va siendo hora.

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