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La Ley del Lynch

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Hebert Gatto
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En sus comienzos, según refiere la prensa, los hechos se ajustaron al libreto. El de los asaltos en el Uruguay del siglo veintiuno. Una moto de baja cilindrada se detuvo frente a un pequeño comercio, de ella descendió una pareja que con armas de fuego asaltó a su propietario, un vendedor de pollos. Obtuvieron pocos pesos, los pocos que habían, pero, por fortuna, no tiraron. Huyeron, chocaron y cayeron en la carrera. Fueron perseguidos por vecinos del lugar, se habla de decenas de ellos. En la corrida uno de los asaltantes gatilló dos veces, sólo salió un tiro. Llegó la policía. Hasta aquí, una más de las 45 o 50 rapiñas diarias denunciadas en Montevideo. A partir de esto, excepto por la persecución vecinal, lo propio del caso.

Los asaltantes, un hombre y una mujer resultaron capturados en lo que sus captores consideraron un arresto civil. Luego uno de ellos sufrió una golpiza de consideración en la que intervininieron varios perseguidores, el hecho fue grabado, tal como ahora es de estilo. El agredido perdió un ojo y sufrió fractura de huesos de su rostro. Deberá ser intervenido. Ambos resultaron condenados en proceso abreviado. Nueve participantes del “arresto” y de la paliza subsiguiente, así como los policías presentes, deberán concurrir a la justicia para evaluar responsabilidades. Al día siguiente, en su respaldo, alrededor de doscientos residentes de la zona, cortaron la ruta frente al comercio asaltado. Muy perturbados, mantendrán su movilización para defenderlos. Aunque dicen no justificarlos, comprenden su actitud, pero no “permiten que sean judicializados”.

Se trató de la crónica de un suceso anunciado. Era inminente que pasara, ocurrió y seguirá acaeciendo. Rousseau escribió que el primero que cercó un terreno, se lo adjudicó como propio y encontró quien admitiera ese hecho, fundó la propiedad privada. Pero antes de ello, la sociedad, para constituirse, debió monopolizar la violencia y administrar justicia. Sin éstas, sin ritualizar la sanción a las transgresiones, la convivencia no es imaginable. Según se cuenta, en los Estados Unidos, en la Virginia del siglo XVIII, Charles Lynch, un coronel revolucionario, ejecutó a una pandilla de realistas sediciosos a los que previamente un tribunal había declarado inocentes. De allí el nombre de “linchamiento” dado a esta práctica, donde multitudes o grupos espontáneos castigan como venganza delitos reales o presuntos, sin juicio previo y regular. Pero en los hechos esta ancestral costumbre -por lo común culminada con la muerte- ha acompañado a la humanidad desde la horda primitiva al presente. De manera terrible y reiterada.

Los vecinos de Casarino en Canelones sienten que carecen de seguridad, que sus vidas devinieron una pesadilla, que el Estado abandonó sus obligaciones, que no tienen protección frente a la delincuencia. Pero el miedo, el estupor y por qué no la histeria, no sólo alcanzan a Canelones. El país entero asiste a su emergencia, como si los pliegues más oscuros de la sociedad hubieran emergido, amenazando la convivencia. No es pensable retornar a la barbarie de la venganza privada, tampoco lo es permitir que el Estado incumpla su función más básica: la preservación de los derechos y garantías de la población. Por más que este reto tan difícil, nos involucre a todos, sin excepciones.

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