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Inseguridad II

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Días pasados nuestro presidente recibió a la oposición para consensuar respecto a la seguridad pública. Un encuentro que debe valorarse por tratarse de una materia candente que requiere políticas de Estado.

Días pasados nuestro presidente recibió a la oposición para consensuar respecto a la seguridad pública. Un encuentro que debe valorarse por tratarse de una materia candente que requiere políticas de Estado.

En nota anterior dijimos que sobre esta temática las opiniones se dividen entre prevencionistas, que argumentan que el énfasis debe situarse en establecer medidas de alcance social que eviten la generación del delito (para muchos de ellos es indirecta consecuencia del capitalismo), y posiciones que buscan ante todo reprimirlo. El debate es complejo pero no impide consensos.

Clásicamente se ha supuesto que la delincuencia depende de factores económicos. Parece obvio que cuanto peor sea la situación de un país, más probable será que quienes vean cercenada su subsistencia apelen a medidas extremas para obtenerla, aunque ello suponga el apartamiento de la ley. El que delinque, se ha afirmado, opta por una lógica que se mide por la racionalidad de los medios en relación a los fines buscados, con independencia de la legalidad o moralidad de tales medios. Lo que implica que la lucha contra las causas de la delincuencia, un tema social, implica, en primer lugar, la superación de la pobreza. Sin embargo esta obvia inferencia, pese a su justicia y a que fundamenta las teorías prevencionistas, no resulta tan sencillamente aplicable. Uruguay ha mejorado notoriamente los índices de crecimiento y distribución de su producto sin que esto haya implicado una baja en sus índices de criminalidad. Más bien ha ocurrido lo contrario: estos han paulatinamente aumentado. Quien lo dude que observe la evolución de ambas variables desde la independencia.

Con similar lógica se ha señalado que la forma de limitar el aumento de la criminalidad, especialmente la violenta, la de la calle, radica en la educación. Sin cambiar los valores que imperan en una sociedad, su concepto global de lo que está bien y mal, resulta imposible contener la delincuencia, consecuencia directa de esta falencia. De allí la urgencia de esfuerzos dirigidos a este resultado de orden sociocultural, pese a la natural lentitud de este proceso. Pero en nuestro país, y aún considerando su crisis educativa, las evidencias empíricas no confirman este aserto, por más obvio que él resulte. Los graduados universitarios en relación a la población total, eran muchos menos en 1900 que en la actualidad, luego crecieron sin interrupción hasta alcanzar el actual 12% de la población; lo mismo ocurre con los egresados de primaria, de secundaria o de la enseñanza industrial, aún considerando la deserción, o respecto a los porcentajes de analfabetismo. Podrá argumentarse que la enseñanza formal no es la única vía para educar, pero ello no disminuirá la contundencia de estos índices. El Uruguay del pasado era un país con menos delitos, pese a que su ingreso y su distribución per cápita era más desfavorable que en el presente.

Esto obviamente no supone desatender el progreso económico o la educación formal. Nadie propone semejante tontería. Solo implica reconocer que el tema de la delincuencia es complejo, multicausal, y no se soluciona con partidismos, fórmulas trilladas ni manidas recetas ideológicas. Mejorarlo requerirá un enorme esfuerzo de acción e imaginación de la nación en su conjunto.

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Hebert Gatto

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