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Independencia de Cataluña

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Hebert Gatto
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Cuando esto se escribe, el gobierno español ya decidió la aplicación del art. 155 de la Constitución en Cataluña en una serie de medidas progresivas, como el veto legislativo y el control de las jerarquías administrativas, coronadas por la sustitución del gobierno de Puigdemont por atentado contra la unidad de su país. Se anuncia también, en acuerdo con los principales partidos políticos del país excepto el izquierdista Podemos, la disolución del parlamento catalán y el llamado a elecciones regionales.

Como respuesta, en un clima fervoroso de crecien-te tensión política y social ante lo que se califica como un ataque a la democracia autonómica, el gobierno autonómico, en una escalada que luce indetenible, adelanta que ratificará la declaración independentista al par que promete la resistencia pasiva a través de movilizaciones populares ya manifiestas en las calles de Barcelona. Tal el dramático panorama de la peor crisis en la historia posfranquista de España, una situación que en Europa retrotrae a la anterior coyuntura independentista yugoeslava, culminada con un baño de sangre y el surgimiento de seis nuevos estados, en momentos en que las condiciones del vie-jo continente eran menos amenazantes que las actuales. Por eso este conflicto nos importa, porque nacimos españoles, lo fuimos por siglos, y porque si es cierto, como dicen, que la lengua es nota constituyente de la nacionalidad, somos, como quería Rodó, parte de la plurinacionalidad hispánica y por cierto nos atañen sus problemas.

Los catalanes independentistas, en una proporción cuyo número exacto se desconoce pero estimable hoy día en aproximadamente la mitad de la población de la comunidad, afirman desafiantes el derecho de autodeterminación e independencia de su tierra. Tal fue, agregan, lo que la nación decidió el pasado 1º de octubre, pese a que el quorum no confirme esa aseveración y no sea fácil determinar qué es una nación. Los orígenes étnicos, la cultura, un pasado compartido, sus símbolos y efemérides, la lengua, el sentimiento, la contigüidad, el diario plebiscito del que hablaba Renán, son todas características que otorgan individualidad comunitaria y, en el caso catalán, la distinguirían desde la Edad Media como nación histórica. Una comunidad, recuerdan sus integrantes, sojuzgada desde entonces por el resto de España que a comienzos del siglo XVIII, en la denominada guerra de sucesión, le quitó sus fueros y sometió a su dominio, como en el siglo pasado mostraron la guerra civil y la represión franquista por lo que no es casual recuerdan, que el rey siga siendo un Borbón. Todo esto, junto a agravios más recientes como la modificación judicial del estatuto de autonomía del 2006, más la alegada exacción económica del principado, justifica su voluntad independentista.

¿Qué pensar de este planteo, que sintetiza la demanda oficialista catalana y es enfáticamente controvertido por el gobierno español? Entiendo que, más allá de la compleja controversia sobre el nacionalismo, el asunto amerita un análisis jurídico y otro de naturaleza política, planos que no deben confundirse y de los que, por obvias razones, solo desarrollaremos sus titulares. Desde la óptica del derecho internacional público es cierto que las Naciones Unidas han declarado y reiteradamente aceptado en su práctica, la existencia del derecho a la autodeterminación de pueblos y naciones. No obstante, es pacíficamente admitido que el principio de integridad territorial, también inequívocamente consagrado, prima sobre la libre determinación nacional, salvo en los casos de pueblos colonizados, de ocupación militar o aquellos en que a los ciudadanos se les haya negado su desarrollo político, económico, cultural o social, circunstancias que obviamente no se dan en Cataluña. Tal como en su caso, el 20.8.98 determinó el Tribunal Superior de Canadá y ahora ratificó unánimemente la Unión Europea. Ello remite el tema al derecho interno español, vigente desde siempre en Cataluña y que la región, con mínimos paréntesis aceptó pacíficamente y ratificó por última vez por votación popular en el plebiscito constitucional de 1978. Allí lo resuelve el art. 2do de la Carta que establece la integridad y unidad del Reino de España y quita legitimidad legal a cualquier intento unilateral de secesión.

No obstante se ha dicho, y no sin cierta lógica, que lo que busca Cataluña es separarse de España y su orden jurídico, lo que sitúa su pronunciamiento independentista exclusivamente en el ámbito político. Allí es donde debe evaluarse, atendiendo a su congruencia y razonabilidad ética en el marco democrático liberal que los catalanes invocan para su actuación. ¿Bajo estas previas premisas, se justifica la secesión? Puigdemont y su gobierno pretenden legitimarla mediante un referéndum donde se exprese la voluntad de los catalanes, según ellos, únicos con derecho a pronunciarse sobre su independencia. Reiteran que son los amos exclusivos de la decisión.

¿Pero es así? ¿No será que de ese modo desconocen el derecho de los restantes ciudadanos españoles, que de seguirse esa lógica deberían asistir impasibles al desmembramiento de su país sin posibilidad de expresarse? ¿No omiten que fue con estos mismos ciudadanos, en un acto de mutuo reconocimiento, con quienes en el ideal momento constituyente intercambiaron prerrogativas políticas, dándolas y recibiéndolas? Lo acepten o no, pacto social mediante, los catalanes participaron en la generación de un estado-nación o un estado de naciones sustentado en recíprocas concesiones, razón por la cual no es justo ni argumentable que ahora pretendan modificarlo unilateralmente. De hacerlo impondrían su voluntad minoritaria al resto de los cocontratantes consagrando una obvia inequidad violatoria del principio de igualdad que constantemente invocan para sustentar sus aspiraciones. En suma, asistimos en Cataluña a las exigencias de un movimiento independentista incapaz de justificar sus actos que divide a los ciudadanos no por sus actos, como requiere la democracia, sino en nombre del "clan originario", el mito exclusivista de "nosotros y ellos".

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