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El impeachment brasileño

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Como ya había sucedido con la destitución de Fernando Lugo en Paraguay, el Frente Amplio emitió una declaración según la cual el juicio contra Dilma Rousseff, privado de fundamento jurídico, “es en los hechos un golpe parlamentario” de la derecha para “retomar el poder político y económico (y) sacar al Brasil del proceso de integración continental soberano y autónomo”.

Como ya había sucedido con la destitución de Fernando Lugo en Paraguay, el Frente Amplio emitió una declaración según la cual el juicio contra Dilma Rousseff, privado de fundamento jurídico, “es en los hechos un golpe parlamentario” de la derecha para “retomar el poder político y económico (y) sacar al Brasil del proceso de integración continental soberano y autónomo”.

Al unísono, pero desde el gobierno, primero se procuró sin éxito condenar al impeachment aplicándole la cláusula democrática del Mercosur para luego publicar un comunicado que, por si no lo sabían, recuerda a los brasileños que su mandataria fue electa democráticamente.

Con lo cual y sin otro sustento que el amiguismo ideológico y la ignorancia jurídica, Frente y gobierno levantan iniciativas que, renegando del principio de “no intervención”, nos comprometen al informar al mundo que el sucesor de Rousseff carecerá, si fuere designado, de toda legitimidad jurídica. De ese modo completamos el ciclo. Primero ofendemos a Paraguay, luego desafiamos a Macri, y ahora chocamos con Brasil. Mayor chambonada, imposible.

Con este proceder omitimos que el impeachment, previsto en Brasil desde la Constitución de 1891, recogido en la actual Carta de 1988 y regulado por la ley 1.079 de 1950, es un mecanismo que estatuye la destitución del Presidente si éste incurre en lo que se denomina “delito de responsabilidad”: en el caso su “maquillaje” de las cuentas públicas, para mejorar la imagen del PT en los últimos comicios facilitando así su reelección. Un mecanismo sobre cuya pertinencia formal y su modo de aplicación el reciente 16 de marzo se expidió favorablemente el Supremo Tribunal Judicial. Por más que ello no implique adelantar que el delito imputado se haya cometido, algo que deberá decidir el Senado, sí invalida el argumento que considera al procedimiento del impeachment como una forma de golpe de Estado.

En igual sentido se ha dicho que a Rousseff no se la acusa de corrupción, aunque ésta rodee a su partido, lo que impediría su destitución. Pero bien mirado este descargo resulta no ser tal. Si por corrupción se entiende el “uso indebido del poder público para obtener ventajas ilegítimas”, Rousseff bien que se habría valido de ella si la utilizó para ser reelecta, estafando a la democracia y a su pueblo. Una falta, es cierto, de la que tampoco se libran varios de los otros partidos, ni sus eventuales sustitutos, lo que augura obvias dificultades para la futura estabilidad institucional del país.

De todos modos creo que la crisis está demostrando algo que a esta altura parece indudable, no sólo en Brasil, sino en Venezuela, en Nicaragua, en el Ecuador de Correa, en el probable Perú de Keiko Fujimori, la Bolivia de Evo o respecto a lo ya ocurrido en la Argentina de la inefable reina Cristina. El presidencialismo, caudillo incluido, está agotado. Es hora de un cambio radical, un cambio que hubiera permitido sustituir a Dilma Rousseff, huérfana de todo apoyo parlamentario, sin dramas ni escenas lamentables y sin la obligación de sucederla con dudosos ejemplares marcados con antelación. O, en otras zonas se hubieran evitado las experiencias señaladas. ¿Alguien conoce un populismo parlamentarista? La crisis del continente es multicausal, pero la modificación de sus instituciones políticas, constituye una de las vías para superarla. Aunque no sea la única.

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Hebert Gatto

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