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Las ilusiones perdidas

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HEBERT GATTO
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Culminando el primer quinto del nuevo siglo, el mundo está lejos de parecerse al que se pudo vislumbrar al término de la segunda guerra mundial.

Cuando el totalitarismo más siniestro, el nacionalismo de camisa parda aparecía quebrantado. Todo apuntaba para que al fin se hicieran realidad las promesas de la ilustración. La esperanza kantiana del “sapere aude” acompañada de una modernización universal y del asentamiento de la democracia liberal y los derechos humanos, estaban al alcance de la mano. Alcanzaba, parecía, con que los poderosos se pusieran de acuerdo, corrigieran lo más regresivo de sus ideologías, para que el mundo deviniera, sino feliz y realizado, como reclamaban las utopías al uso, sí algo menos cruel e insensible. Particularmente respecto a las enormes mayorías pobres y atrasadas del mundo.

Es cierto que el comunismo, por más que también hijo de la ilustración y sus sueños de liberación, sólo prometía en el discurso lo que tenazmente negaba en los hechos. Su vasto imperio y sus terribles anexos, se extendían entre dos océanos sobre una erosionada tierra de desilusión, tristeza y represión, aún cuando proclamara la más plena realización humana -en una curiosísima dicotomía entre ilusiones y concreciones.

Las distancias entre bloques eran grandes, pero primero la muerte de José Stalin, el mayor autócrata de la historia de la humanidad, y más tarde la definitiva caída del régimen, abrumado por su propio peso, volvieron, sobre fines de los ochenta, a reabrir las esperanzas pendientes desde 1945. Por más que por las mismas fechas el reformismos capitalista de la social democracia, pese a sus logros anteriores, también comenzaba a mostrar su impotencia.

Ello sin olvidar que las promesas ilustradas de progreso indefinido ya habían sido puestas en duda, primero por Nietzche y en su estela por los grandes maestros de la sospecha, desde Freud a los posestructuralistas. Hoy, en gran medida, sus aprensiones respecto a la razón, pese a su cerrada negación de toda utopía o quizás por ello, parecen haber fructificado. Moral e interés se confunden. El mundo vuelve a los nacionalismos cerrados, las guerras comerciales, el rechazo al humanismo, el repudio a los tratados internacionales, la homofobia, la xenofobia y al belicismo. Lo hace pese a un feminismo, igualmente olvidado de la tolerancia. Es cierto que nadie invoca a Hitler o Mussolini, Mao o Lenin, ni siquiera a Marx, que los asiste desde empolvados anaqueles. Ya no se los precisa, su prosa se ha desteñido y sus promesas burladas.

Una nueva estrella o por lo menos una remozada, se ha levantado sobre el horizonte del siglo. Hablamos del Populismo. Lo escribimos con mayúscula, porque su auge lo reclama. De una mera patología de la democracia, un triste modo de ejercerla que la identifica con el gobierno de la mayoría (el pueblo), sin más límites institucionales que el dictado del líder, últimamente se ha rodeado de la constelación ideológica que recién describíamos, encabezada por un nacionalismo ofensivo y belicista, cuya ejemplo más notorio es el “America first”, del pavoroso Donald Trump. De este síndrome posmoderno, cada ve z más al uso de izquierdas y derechas, todo cabe esperar, menos el humanismo racionalista de la ilustración, al que un fascismo redivivo no le es ajeno.

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