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Humor y delito

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HEBERT GATTO
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Los detalles son de dominio público, el humorista Rafael Cotelo quien durante años ha promocionado en los medios de comunicacion un personaje de ficción, Edison Campiglia,

presentador carnavalesco especializado en bizarros comentarios sobre cualquier asunto o acontecimiento, habría, por esa vía, denigrado a los habitantes del Departamento de Rivera, tratándolos de ignorantes, retardados y oscuros. Calificación que dio lugar a denuncias en el Senado de la República, comentarios condenatorios en los medios de comunicación y a una acción penal por xenofobia, discriminación, apología del delito e incitación al odio. Una fuerte reacción frente al presunto ataque a un grupo específico de la población nacional de compleja resolución. Particularmente cuando, como aquí ocurre, coliden principios de rango constitucional, como la libertad de expresión la xenofobia, la discriminación y la incitación al odio.

No parece que las expresiones denigratorias de Campiglia deban atribuirse a quien lo representa. Más bien resulta lo contrario; en Campiglia y en sus dichos se centraliza, ésa es su función, lo condenable o reprobable de ciertas actitudes sociales. Su figura adquiere un tono eventualmente ridículo, en tanto la cargada concentración de prejuicios que lo define, lo aleja de la normalidad. Ello, en ciertos contextos, puede constituir un logro humorístico o, como aquí parece el caso, un fallo que no elimina su intención caricatural. Campiglia, en tanto ya existe, no es un recurso para eludir responsabilidades, es un instrumento usual en Cotelo para condenar lo reprobable. Otra cosa sería, obviamente, si se acreditara que sus comentarios, fueran utilizados para encubrir una incitación a la discriminación. Pero ello, más allá de la infelicidad del cuplé, que ni siquiera consigue divertir, está desmentido por el contexto.

Tampoco debe obviarse en este tema la extrema prudencia que adopta la jurisprudencia penal en el tratamiento de los llamados delitos de opinión. El terreno preferido por las dictaduras que en el mundo han sido, siempre prestas a expandir sus alcances. En tal sentido la práctica judicial occidental, ha reafirmado el viejo principio de legalidad, el de mínima intervención -sólo condenar en casos en que la presencia de otras jurisdicciones no sean suficientes o efectivas- y el de ofensividad o lesividad (la punición sólo estará justificada cuando se lesionen o pongan en peligro bienes jurídicos relevantes.) Medidas que se complementan con los principios de ponderación y proporcionalidad en su aplicación judicial, en casos donde, como es usual, existe colisión de principios.

Por último, tampoco puede olvidarse la vinculación entre la eventual criminalidad de estos delitos con el vasto campo del humor, un fenómeno necesario para la salud de las ultra reguladas comunidades posmodernas. Aún cuando la comicidad no esté lograda, y los contenidos ameriten la reprobación estética y moral, como aquí ocurre, el hecho que existan espacios de mayor permisividad crítica, constituyen una válvula de regulación de la excesiva asfixia normativa de muchos ámbitos sociales. Sabido es que el humor constituye una catarsis que facilita superar represiones e inhibiciones indeseables. Por algo, desde Roma, existe el Carnaval.

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