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La grieta uruguaya

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hebert gatto
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La mención a la “grieta” como alusión a una profunda división político-cultural en la sociedad proviene de la República hermana, y refiere a la actual distancia política entre oficialistas y macristas. 

El concepto se nutre de la arraigada distinción de peronistas y antiperonistas o aún más atrás, de la repulsa entre unitarios y federales.

Vista la cercanía entre ambas comunidades, ya está planteado el interrogante en relación al Uruguay. ¿En él, existe o no existe una grieta? Dejando de lado que las distinciones dicotómicas entre grupos o partidos de orden social, religioso o político tienen vieja presencia en la historia, en ocasiones con dramática intensidad, lo más que puede afirmarse es que nuestra grieta, por ahora más modesta que la de los vecinos, tiende a ser diferente de aquella que en el pasado, dividía a católicos y no católicos, blancos y colorados, fascistas o antifascistas o, en un período más cercano, socialistas y capitalistas. Lo cual no deja de ser lógico cuando reparamos que lo que ha cambiado, y lo ha hecho aceleradamente, es la textura misma de la sociedad y su cultura. Sus componentes básicos.

Auscultando solo la segunda mitad del siglo veinte, denominado con justeza el “siglo de las ideologías”, observamos que en la misma se enfrentaron dos articuladas cosmovisiones sobre el futuro de las sociedades y su historia. De allí que sus diferencias no admitieran conciliaciones, apenas dilaciones. Especialmente desde el lado socialista donde se postulaba que su proyecto implicaba la instauración de una sociedad transparente, por fin, al servicio de la especie. Actualmente, derrotada la izquierda radical, esta formulación es mera utopía, un sueño nostálgico carente de futuro.

En el nuevo siglo las sociedades, notoriamente las más desarrolladas, no se definen ni por sus clases sociales ni por individuos aislados, como pretendía algún liberalismo igualmente trasnochado. Además de las grandes corporaciones económicas están compuestas por infinidad de otros grupos de diferente peso, formato y poder, cada uno aspirando al respeto y reconocimiento de sus derechos. Desde los más importantes -feminismos y nacionalismos-, hasta las más diversas identidades sexuales, intelectuales, laborales, ecológicas, generacionales o incluso voluntarias, todas enarbolando distintos lenguajes y poderes. Raramente con proyectos globales.

Esto plantea profundas demandas a las democracias planeadas para sociedades más homogéneas, donde un número limitado de partidos políticos lograba representar a un conjunto definido de grupos que amalgamaban en dos opuestas corrientes ideológicas. Una confrontación binaria que concluyó (no así sus restos), a fines del siglo pasado. Por ello muchos de sus actuales sucesores adoptaron nuevos formatos, transformándose, de derecha a izquierda, en partidos populistas autoritarios (que a todos albergan y a nadie representan). Las redes lo adelantan.

En Uruguay este fenómeno recién aparece. Nuestra sociedad es pequeña, muy institucionalizada y resistente al cambio. Pero aún así, como ya se percibe, seguramente el mismo llegará. Lo probable es que no genere una única grieta, más allá de la antigua rajadura que todavía soportamos. Producirá muchas de ellas, planteando a nuestra democracia un reto difícil.

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