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El futuro pospandemia

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HEBERT GATTO
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Lo cierto es que conocemos poco sobre la pandemia que sufrimos. Ni siquiera sabemos si nos asedia un ser vivo, impelido a ocupar nuestro lugar en el planeta, o pura materia orgánica sin designios ni impulsos vitales.

Un inerte agregado molecular que nos acosa por las mismas razones que el agua disuelve la sal o extingue el fuego.

El desarrollo intelectual, la comunicación simbólica y la cultura como su producto distinguen al Homo Sapiens del resto de los seres vivientes. Somos lo que somos porque nos hicimos en un entorno que lo permitió. Pero que a su vez, por una extraña paradoja, autoriza a que una porción de materia carente de atributos y condenada a su relativa mismidad, nos asedie, nos encierre, paralice nuestra economía y nos obligue a vivir una existencia en muchos aspectos virtual.

Esto sin siquiera imaginarnos que llegara a mutar aumentando su letalidad. Lo que significaría una experiencia que ni siquiera debió soportar el “Neanderthal”, que aun en su precariedad o por ella, desarrolló una sociabilidad que hoy nos es negada. Podríamos sí, siguiendo nuestra constitución como seres históricos, recuperar experiencias pasadas. Sin embargo no lo hicimos.

En el siglo XIV desapareció alrededor de un tercio de la humanidad asiática y europea, sin que ello supusiera ni memoria histórica ni, por lo mismo, ninguna transformación de la sociedad posterior. Al igual que no la supuso la muy contemporánea gripe asiática. Tal como si lo adecuado fuera envolver las desgracias en un hueco optimismo.

Aclaro que no me impulsa ninguna oscura razón metafísica o religiosa, de esas que la humanidad, empeñosa y frustrada constructora de sistemas explicativos de todo orden, ha venido proponiendo durante milenios, para las que carezco de toda competencia. Solo me las permito para utilizarlas como baremo moral, como recordatorio a considerar, en relación a cualquier futura sociedad pospandemia.

O más bien, de aquello que, más como esperanza que como predicción, anhelamos que ocurra en el ansiado día después. Lo que supondría que además de cambios sociales imprescindibles, se procesaran concomitantemente modificaciones éticas, uno de cuyos fundamentos radique en la conciencia de la precariedad de la civilización humana y de las razones para ello.

De allí el inestimable valor, más allá de estadísticas, de las vidas de los hombres y mujeres que hoy habitan el planeta en ecosistemas, que pese al avance de la ciencia en el conocimiento y manejo de la naturaleza, cada vez se muestran más frágiles y precarios. Asumiendo que estas pérdidas son la real lección de esta enfermedad que contabiliza decenas de miles de existencias sacrificadas, un dispendio vital que si en el pasado no admitía respues-tas verosímiles, hoy en gran medida se explican por el propio desarrollo social. Salvo que una improbable inspiración nos lleve a superar, como exhortaban Adorno o Horkheimer, una racionalidad instrumental desbocada que solo busca dominio sin asumir consecuencias ni aceptar límites.

Esto no significa sugerir grandes relatos, conjuntos ideológicos articulados capaces de abarcar hasta los detalles nimios de una nueva sociedad, inundada de justicia y felicidad colectiva. Experiencias donde, burlando expectativas, el cambio culmina en autoritarismo.

Pese a los ilusos, enfermos de anacronismos, el siglo XX liquidó esta clase de utopías. Por eso pensamos factible revisar algunos aspectos de nuestra convivencia, inventariar su actual punto de partida y alterar pautas donde la sociedad exhibe sus debilidades más notorias. Si en algo, por definición modesto se consiguiera avanzar en ese camino el Covid habrá, a los menos, permitido aumentar la solidaridad social.

El primero y más notorio es el fenómeno demográfico unido al de distribución de los recursos económicos. La humanidad suma más de siete mil quinientos millones de seres. Las Naciones Unidas estiman que seremos nueve mil setecientos millones para el 2050 y once mil millones para fines del siglo actual. Una parte significativa de ella agrupada en urbes de más de quince millones de habitantes, como Nueva Delhi, Karachi, Ciudad México, San Pablo, Shangai, El Cairo o Bombay.

Si bien se prevé un enlentecimiento posterior de este crecimiento, la actual distribución de recursos mundiales, hace que alrededor de la mitad de la humanidad (tres mil cuatrocientos millones de personas), vivan con menos de cinco dólares mensuales. Simultáneamente alrededor de dos mil supermillonarios reúnen mucho más de siete mil billones de dólares, que invierten, en sus países de origen, preferentemente en operaciones financieras. Un escándalo que puede revertirse con solo una adecuada coordinación impositiva entre países.

Si esto no cambia, a nivel internacional y en la distribución interna, tanto África como América Latina, junto a las periferias de las atroces megalópolis modernas, seguirán prohijando pandemias, graves, disfuncionalidades sociales y una marginación civilizatoria no manejable.

No es posible atajar la aparición y posterior diseminación de una epidemia entre seres famélicos, enfermos, desesperados y aglomerados en las peores condiciones higiénicas imaginables. Incluso en países desarrollados. Sin embargo, buscando huir del hambre la gente se apila en ciudades infinitas, discriminada en oscuras periferias dominadas por la enfermedad, el delito y las drogas. Multitudes que pese a su condición, no ignoran sus derechos.

Al unísono, acompañando el fenómeno como su contracara, se refuerza un nacionalismo excluyente, con su secuela de egoísmo, altanería y desprecio por los otros, omitiendo que el mundo y sus estigmas (virus entre ellos), constituyen una unidad indisoluble.

Se aumentan sideralmente los gastos militares, se conspira contra la esperanzadora Unión Europea, Rusia extiende a la fuerza sus fronteras, China se postula como superpotencia y una parte no despreciable del Islam, pretende imponernos su Dios.

Paralelamente EEUU ignora el cambio climático, se aleja de la OMS, desprecia las Naciones Unidas y su Corte de Justicia y reclama un estatuto privilegiado para su población. ¿En tales condiciones, que esperar del día después?

La humanidad no requiere revoluciones, exige equidad y cordura. ¿Es mucho pedir?

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