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Doscientos días de pandemia

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HEBERT GATTO
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Se cumplen siete meses desde que el coronavirus, ese bichito indecente del que ni siquiera sabemos si está vivo, desembarcó en Montevideo. 

El trece de marzo pasado una incauta viajera nos lo trajo, y con él una amenaza que, ajena a sentimientos, causa estragos en un mundo que, pese a la recurrencia de estas agresiones, no lucía preparado para recibirlo.

El lapso transcurrido, seguramente corto en términos históricos, pero largo en enfermedad y muerte, permite una primera aproximación a un fenómeno que nadie, salvo Trump y Bolsonaro, dos cósmicos irresponsables, sabe muy bien ni como, ni cuando concluirá.

Cuando esto se escribe ya han fallecido más de un millón de personas y la letalidad del virus, si bien se aminora estadísticamente, es probable que supere los resultados de la gripe española de la segunda década del siglo veinte, cuando terminó con la vida de más de cincuenta millones de seres humanos. Una morigeración en el número de decesos que, desgraciadamente, no proviene de ningún milagro sino del hecho que los virus más deletéreos desaparecen con la muerte de su portador y sólo subsisten los más atenuados en sus efectos, que se siguen trasmitiendo indefinidamente.

En el Uruguay, hasta ahora, la pandemia ha tenido menos consecuencias que en gran parte del resto del mundo. No extrañaría que estuviéramos entre el grupo de los diez países mejor rankeados en ese sentido. No por casualidad Montevideo es la capital más austral del mundo y nuestra escasa densidad poblacional -afortunadamente carecemos de las megalópolis modernas- seguramente constituya un factor que ayude a explicar el hecho. Como también colaboraron el buen nivel asistencial, la relativa tardanza en la llegada del virus y los aciertos de gobierno de epidemiólogos y científicos y de la propia población en el manejo de la crisis. Lo cual, como bien sabemos, no impide que los efectos económicos de la pandemia constituyan un shock para el país. Ni que el futuro sea aún, una página en blanco.

Aún con esa incertidumbre, con vacunas y remedios en cuestión, una valoración de lo ya ocurrido, parece ineludible. Morir es un fenómeno natural e inevitable, pero desde que surgimos como género, hace unos cuantos millones de años, estamos procurando, con bastante éxito, superar nuestras condiciones de partida. Morir menos y más tarde y vivir más y mejor. Para eso inventamos el habla y el trabajo y con ella la cultura, una cultura compleja y sofisticada, que paso a paso, con retrocesos y avances, intenta desde hace siglos ponernos a salvo de la biología. Como nueva especie queremos comprender el mundo y su circunstancias para otorgarle sentido a nuestra vida. Para eso alentamos religiones y elaboramos ciencias, colaboramos en sociedades y disputamos sobre la mejor forma para gobernarlas y distribuir su producción. Eso, en esencia es la peripecia del hombre sobre la tierra, un enigma que nunca descifraremos plenamente, pero que sí sabemos se basa en una premisa indiscutible, ampliar la vida, dilatar sus límites y hacerla cada vez más plena y disfrutable. Todo ese milenario esfuerzo está amenazado por las pandemias, ésta, las que la antecedieron y las que vendrán. Por eso, por enemiga de la vida, debemos repudiarla y doblegarla, también temerla. No es poco lo que está en juego. 

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