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La crisis sanitaria

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hebert gatto
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Así estamos, junto al resto de los uruguayos aguardando sin conocer el precio, la derrota de nuestros invasores. Un desafío que la humanidad no esperaba a pesar de que durante muchas décadas, aún no totalmente concluidas, aceptó su autodestrucción.

Como hoy admite que China y Estados Unidos, irresponsablemente dispuestas a un nuevo holocausto, se provoquen mutuamente preparando su reedición. De últimas, una manera heterodoxa de terminar con hombres y virus.

Fuera de este contexto, producto de la incompetencia de las grandes potencias para superar sus limitaciones, lo que ocurre resulta oscuro, difícil de intelectualizar. Como una amenaza que nos desplazara del pensamiento algorítmico o del lenguaje hipotético de las ciencias, para remitirnos al oscuro campo de lo numinoso, de las angustias más primitivas, haciendo que resurja en nosotros el aldeano medioeval, los miedos ancestrales de las noches de Walpurgis.

Por más que esto sucede en pleno siglo XXI, un tiempo donde el hombre alcanzó los lejanos confines del universo, su palabra y su imagen llegan en segundos a todos los rincones del planeta y la medicina, dotada de un aparataje surrealista, parece próxima a vencer a la biología. Sin embargo entre tanta magnificencia, una insignificante partícula de materia, carente de voluntad y dotada únicamente del impulso de reproducción, amenaza destruir milenios de civilización. Un abrupto sarcasmo, una incógnita para los creyentes, reeditando la inescrutable voluntad de Dios, o un aviso para los escépticos enfrentados a un destino ajeno a toda comprensión. Para ambos, un lección de humildad que cuestiona los límites del hombre como ser cultural, retado en su supervivencia individual y social por una formación precelular sobre la que ni siquiera hay acuerdo sobre si supone vida.

Por más que, si queremos evitar brumosos atajos metafísicos, debe admitirse que la humanidad ha soportado pandemias de mayor calado y peligrosidad que la presente y aún así sobrevive. Volvamos entonces a nuestra modesta cuarentena uruguaya, por ahora menos dramática que la de los europeos, para destacar que el gobierno actuó con tino y por sobre todo con claridad y transparencia, informando a la población diaria y extensamente sobre la evolución de la enfermedad.

Aun cuando pueda discutirse si algunas medidas, como el cierre de fronteras y determinadas resoluciones de control en las aduanas y pasos fronterizos, fueron adoptadas con la suficiente celeridad. Ello sin perjuicio que otros correctivos, como la cuarentena total, reclamada con voz demasiado alta por el Sindicato Médico del Uruguay, supone una medida enormemente compleja, cu-ya eficacia aún se ignora. Fundamentalmente porque deberá rodearse de tantas excepciones, en tanto pretenda mantener mínimos de convivencia social, que probablemente el resultado, fuera de su desnudo autoritarismo, no diferiría mucho del actual.

Empoderar a la ciudadanía resulta más responsable que atropellarla. Generar soluciones más y más coactivas y reforzar el emergente biopoder de los estados debería ser el último de los recursos, aquí y en el mundo. Por lo demás, nuestra población, a cuya responsabilidad colectiva apela el gobierno, en general se ha comportado como era esperable. Ni diablos ni santos, apenas hombres y mujeres débiles y azorados.

En cuanto a la oposición política, salvo excepciones, como la encantadora Carolina Cosse que acusó al gobierno de “aprovechar” la pandemia, en primera instancia se condujo responsablemente, incluyendo al simpático Javier Miranda, quien secundó las medidas oficiales. Por más que poco más tarde el Frente en su conjunto reclamara la derogación de los incrementos de tarifas de los servicios públicos. Olvidó que debieron sancionarse para paliar el déficit que el mismo creó y omitió que la ayuda estatal debe ser selectiva, dirigida a los más desprotegidos, sin favorecer a quienes pueden capearla, como ocurriría con una rebaja al barrer.

Ello sin perjuicio de un insólito cacerolazo y apagón, también para oponerse a los aumentos y prohibir la circulación. Como “Medidas de lucha” fueron definidas por las tolerantes redes sociales, la Central Sindical y frentistas de nota. Las mismas adoptadas contra la dictadura militar.

Por más que quizás, el colmo de la politización y de la deslealtad cívica haya sido promovida por alguno de los columnistas de Brecha, el órgano uruguayo más ilustrado de la izquierda nacional que adoptando las manidas estrategias revolucionarias de antaño, sugirió aprovechar la crisis para entorpecer el mercado. Tal como hizo Lenin, en las conocidas “Tesis de Abril”, donde propuso valerse de la guerra y la desorganización de los ejércitos rusos para, con la ayuda de los adversarios alemanes, fomentar la revolución bolchevique. “Se hace posible enlentecer drásticamente la economía”. “Esto es algo que podríamos hacer en cualquier momento… que podría ser parte de la conversación entre vecinos, familiares, amigos y compañeros, sobre como salimos de esta juntos”.

La propuesta de modificación social formulada casi al pasar, cuando los uruguayos ante la magnitud del desafío a nuestra propia supervivencia, en lugar de posiciones partidarias, requerimos trascender lo particular para conseguir posiciones consensuadas, resulta inaceptable. Inadmisible no solo por el desafío ético que supone instrumentalizar las dificultades y desgracias de una comunidad (en este caso de la propia humanidad) para logros sectoriales o ideológicos, sino por lo que implica. ¿Dónde está, cómo funciona la alternativa socioeconómica propuesta? ¿Acaso supone, y perdóneseme el arcaísmo, la socialización de los medios de producción, o el retorno al populismo?

No se trata de pensar que de esta crisis saldremos indemnes. La semana pasada escribimos que el nacionalismo egoísta es su primer derrotado; el capitalismo desbocado, ajeno a límites y consecuencias, el segundo. La humanidad requiere superar fronteras, reforzar garantías, profundizar tratados e instancias internacionales, implementar la solidaridad y planificar, como una gran familia, el futuro común de la especie.

Pero ello, que supondría un cambio civilizatorio de enorme magnitud, está muy lejos del socialismo, sentenciado como inviable por el inconcluso siglo XX.

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