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Consideraciones sobre la LUC (2)

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HEBERT GATTO

No resulta menor que ante la baja de delitos, la preocupación por la seguridad pública, que en años anteriores constituía por lejos la principal inquietud de los uruguayos, haya pasado al tercer o cuarto lugar.

Por más que no sean claras las razones de este descenso, la paradoja es que la tendencia se acompaña de una suba en el número de personas en prisión, una discordancia que si bien admite explicarse por el renovado procedimiento penal, no elimina, como explicación, la mayor eficacia policial en la persecución del delito. De todos modos, visto que somos uno de los países con mayor cantidad de presos cada cien mil habitantes, las reformas en el procedimiento y concomitantemente las previstas en la LUC buscando frenar la delincuencia resultan bienvenidas. Aunque no constituyan la única solución, sólo posible con una profunda integración social, un objetivo aclamado, pero nunca alcanzado. Esto no implica consagrar un régimen que tienda al Estado Policial, una posibilidad que en el Uruguay, nadie pretende.

El nuevo Código procesal ha tenido trece leyes rectificatorias, catorce con la LUC. No siempre con los mejores resultados. Dejando de lado las críticas de orden político-ideológicas, la Academia y varios penalistas opinan que esta Ley, enfilada a algunas reformas parciales de un complejo cúmulo de Códigos y Leyes que la comprenden, sanciona errores. Sostienen que no regula adecuadamente las relaciones entre policía, Fiscales y abogados defensores y en el ánimo de mejorar tanto la represión como el posterior trámite judicial, elimina garantías para los imputados. Consagra presunciones, como la de la inocencia a-priori de la policía, que ya estaban sancionadas o resultan superabundantes. Legisla en materia de legítima defensa, introduciendo ampliaciones del eximente que no serían de recibo. Crea y agrava delitos, en la errónea convicción que los procesos sociales se modifican mediante leyes. Acrecienta en síntesis un espíritu penalista, que en el fondo atenta contra la convivencia.

Tales críticas, miradas fuera del microscopio de la Academia, si bien cabe considerarlas introduciendo eventuales correcciones, son, en el contexto de este plebiscito, menos relevantes de lo que parece. No solamente porque refieren a unas pocas situaciones puntuales en una extensa ley que salvo alguna excepción, no tienen alcance general, sino porque resumen una filosofía antipunitiva, que aún cuando pueda en teoría compartirse, no son fácilmente aplicables a la inseguridad en la que vivimos.

Tampoco asumen que nos movemos en un novedoso procedimiento penal, aún en plena construcción. Ni que la LUC constituye una reacción a décadas de errores frente al crimen organizado y busca otorgar garantías, tanto a las víctimas de la delincuencia como a quienes luchan contra ella. Menos aún aceptan que la ansiedad popular por algo se materializó en un cambio de gobierno. Nada resulta más sencillo que postular utópicos paraísos sociales donde el delito desaparece con solo eliminar verbalmente sus causas. Los gobiernos frentistas ni siquiera se aproximaron a ellos. La democracia no siempre puede hacerse eco de las demandas populares, pero no es bueno desconocerlas por norma, condenando a un pueblo a vivir en el temor y la inseguridad.

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