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La caída de un ídolo

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Para Luis Inácio Lula Da Silva su reclusión seguramente constituye un descenso al infierno. Emparedado entre muros apenas separados por escasos tres metros, precario baño incluido, con sólo dos horas diarias de sol, así sobrevive luego de haber regido a una gran nación de más de doscientos millones de habitantes gozando de todas las prerrogativas del poder. Una vívida demostración de lo que pudo conseguir con voluntad de hierro, un ser nacido en una familia de labradores en la periferia de la sociedad brasileña. Tanto fue su éxito que cuando en el 2010 abandonó su cargo, que transfirió a una representante de su mismo partido, su popularidad alcanzaba al 90% de la población. Había transformado su país en una potencia mundial y era celebrado en el mundo como el “Hombre de su Tiempo.” El político que había dirigido un proceso que arrancó de la pobreza a más de treinta millones de sus conciudadanos. Una proeza que mueve al asombro y permitía conservar esperanzas en el ascenso social, pese al desigual e injusto mundo en que habitamos.

Para el Lula de carne y hueso detrás de la máscara pública, su caída constituye un quiebre insoportable. Para el símbolo del cambio social que universalmente representaba, así como para quien personificaba el último éxito político de la izquierda en el mundo, la revancha de la caída del muro -por más que su izquierdismo resultara discutible-, el colapso es todavía más abrupto. De la gloria a la miseria moral, del éxito de un proyecto al oprobio sin atenuantes para su realizador y sus seguidores. De treinta y seis mil metros cuadrados del Palacio de Planalto a quince metros de la oscura cárcel municipal de Curitiba. Sentenciado por corrupción y lavado de dinero, no por uno, sino por cuatro jueces más cinco del Supremo Tribunal Federal que rehusaron dilatar su prisión, su figura, más allá de una probable libertad, no tiene remisión ni vuelta. Como no la tiene la venalidad generalizada que impulsó desde su Partido. Ejemplo viviente de que es posible ser un gran estratega, un político de fuste, capaz de operar con éxito el sistema capitalista, haciendo creer urbi e orbi que eso era el socialismo, no dejó por ello de involucrarse con la corrupción montando una estructura de cohechos que alcanzó a un país entero encabezada por la flor del satisfecho empresariado brasileño. En ello comprometió a la extrema izquierda y a la más rancia derecha. Lo acreditan más de cien parlamentarios presos o investigados, incluyendo al actual presidente. Por eso ya nada restaurará su imagen.

Muchos dicen en Brasil y aquí lo repite nuestro inefable F.A., que Lula es un héroe popular atrapado en la furia de las derechas carnívoras. Lo prueba su condena. No se encarcelan héroes, sostienen. No vale reargüirlos. De nada sirve recordarles a los maestros de la conjura, que la democracia es débil e imperfecta y deja de funcionar sin un Poder Judicial independiente. Que una sentencia, siempre discutible, no invalida a un sistema. Que las glorias pasadas no borran sus miserias concomitantes. Que Lula, como alguno de los Borgia, fue un gran estratega político, pero también un inmoral. Para ellos, para quienes lo reivindican, sólo importan los suyos, la indemnidad de su tribu, aún si con ello se desconocen instituciones y poderes, y con ellos la convivencia civilizada.

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